Edgar Allan Poe

Edgar Allan Poe
Edgar Allan Poe

4 de diciembre de 2012

Camoens. - Ronsard.

 (Renacimiento en Portugal)

Luis Vaz de Camoens

         Soneto CXII


El vaso reluciente y cristalino,
De ángeles, agua clara y olorosa,
De blanda seda ornado y fresca rosa,
Ligado con cabellos de oro fino:

Bien claro parecía el don divino,
Labrado por la mano artificiosa
De aquella blanca ninfa graciosa,
Más que el rubio lucero matutino.

Nel vaso vuestro cuerpo se figura,
Rajado de los blandos miembros bellos,
Y en el agua vuestra ánima tan pura:

La seda es la blancura, y los cabellos
Son las prisiones y la ligadura
Con que mi libertad fue asida de ellos.



 

(Renacimiento en Francia)

Pierre Ronsard

 

Sonetos para Helena



Cuando seas muy vieja, a la luz de una vela
y al amor de la lumbre, devanando e hilando,
cantarás estos versos y dirás deslumbrada:
Me los hizo Ronsard cuando yo era más bella.

No habrá entonces sirvienta que al oír tus palabras,
aunque ya doblegada por el peso del sueño,
cuando suene mi nombre la cabeza no yerga
y bendiga tu nombre, inmortal por la gloria.

Yo seré bajo tierra descarnado fantasma
y a la sombra de mirtos1 tendré ya mi reposo;
para entonces serás una vieja encorvada

añorando mi amor, tus desdenes llorando.
Vive ahora, no aguardes a que llegue el mañana,
coge hoy mismo las rosas que te ofrece la vida.


1. El bosque de mirtos de los Campos Elíseos, lugar ultraterreno donde moraban los héroes después de su muerte llevando una existen­cia feliz.

Boccaccio, Decamerón, Lisabetta y Lorenzo

(Renacimiento italiano)
Giovanni Boccaccio, Decamerón

LISABETTA   Y    LORENZO
Los hermanos de Lisabetta matan al amante de su hermana; éste se le aparece en sueños y le indica el lugar de su sepultura. Lisabetta acude allí y saca la cabeza de su amado, escondiéndola luego en un tiesto de albahaca que riega todos los días con sus lágrimas. Descubren el escondite sus hermanos y le arrebatan su tesoro, por lo que ella muere de dolor.

Elisa finalizó su relato, que fue elogiado, y después ordenó a Filomena que hablara, y ésta comenzó así:
—Vivían en otro tiempo en Mesina tres hermanos, comerciantes, a los que su padre, hijo de San Gimiguaco, dejó una fortuna. Tenían una hermana, joven y linda, llamada Lisabetta, que se conservaba soltera, aunque varias veces había tenido ocasión de casarse. El encargado de la tienda, sobre el que descansaba casi todo el peso de los negocios, era un joven de Pisa llamado Lorenzo, de rostro agradable y de carácter muy afable. La pequeña Lisabetta se enamoró de este joven, y como él lo supiera, se puso muy contento y abandonó todas sus queridas en honor a su nueva conquista. Teniendo ocasión los dos enamorados de verse y hablarse con frecuencia, no tardaron en darse mutuamente señaladas muestras de ternura. El comienzo de su intriga tuvo todo el éxito que podían desear, a la par que se mantuvo secreto; pero la suerte quiso que el mayor de los hermanos encontrase una noche a Lisabetta en el acto de ir a penetrar en el cuarto de su amante. El joven, si bien irritado por la conducta de su hermana, de la que no había sospechado nada hasta aquel momento, supo contenerse y aguardó al día siguiente para participar el descubrimiento a sus hermanos. Bien madurada la cosa por parte de los tres, resolvieron soportar secretamente una afrenta que sólo podían lavar con la venganza, y esto no era posible sin deshonrar a su hermana  y cubrirse ellos mismos de vergüenza; y esperaban que no tardaría en presen­társeles la ocasión de poner remedio al mal sin comprometerse. Así, pues, fingieron ignorar lo que pasaba, y se condujeron con Lorenzo como de costumbre, para no dar lugar a que sospechara que estaban enterados de sus amoríos.
No obstante, como el comercio de galantería seguía su camino y la cosa podía tener consecuencias desagradables para su hermana, se cansaron de esperar y tomaron el partido de romper por todo. En vista de lo cual invitaron un día a su pariente a dar un paseo con ellos fuera de la ciudad, y llegados a un sitio muy solitario, echáronse de improviso sobre él y le apuñalaron, sin darle tiempo de oponer la más leve resistencia. Después de enterrarlo sigilo­samente regresaron a Mesina, donde hicieron correr la voz de que habían enviado a Lorenzo fuera de la ciudad para un negocio de su ramo; cosa que fue creída, con tanta mayor facilidad cuanto que otras veces había desempeñado comisiones de esa naturaleza. Empero, como no volviese, Lisabetta, a quien en manera alguna acomodaba su ausencia, no cesaba de preguntar a sus herma­nos si tardaría en llegar. Un día que repetía con ahínco la misma pregunta, dijo uno de los hermanos airadamente con mucha rabia:
—¿Qué significa esto? ¿Qué te va ni te viene con Lorenzo para mostrarte tan ansiosa de su regreso? Si lo nombras otra vez, serás tratada como mereces.
Intimidada Lisabetta por tan brusca respuesta y no sabiendo a qué atribuir esta amenaza, no se atrevió a preguntar más por él. Sin embargo, no podía borrársele de la memoria y se lamentaba de su dilatada ausencia. De noche acostumbraba llamarlo en sueños, suplicándole viniera a enjugar sus lágrimas y mitigar las penas que le causaba el vivir lejos de él. Estaba inconsolable, si bien no osaba quejarse a nadie, y la imagen de su amante no la abandonaba un momento. Una noche, después de exhalar sus habituales quejas, se quedó dormida; apenas cerrados los ojos, creyó ver a Lorenzo en persona, pálido, desencajado, con las ropas destrozadas y manchadas de sangre, y que hablaba de esta suerte:
"—¡Ay, mi querida Lisabetta! En vano ha me llamas y te atormentas lamentando mi larga ausencia. Sabes, ángel mío, que ya no puedo volver a tu lado. Tus hermanos me asesinaron el último día que nos vimos."
Y después de indicarle el sitio donde había sido enterrado, desapareció.
La joven, al despertar, creyó en el sueño como artículo de fe y empezó a llorar amargamente. Después de levantarse estuvo tentada de ir en busca de sus hermanos y contarles el hecho; pero, reflexionándolo bien, se contuvo, temerosa de agitarlos más. Resolvió empero dirigirse al lugar señalado, para ver si aquel que se le había aparecido, murió realmente. Habiendo obtenido de sus hermanos permiso para ir a pasear por las afueras de la ciudad en compañía de su antigua aya, se encaminó derechamente al lugar indicado. Su primer cuidado fue buscar la tierra que parecía removida de menos tiempo, deteniéndose y abriendo un hoyo en una colinita: al poco rato dio con el cadáver de su infortunado amante, que estaba incorrupto y nada desfigurado, viendo con dolor realizado su sueño. Tan triste espectáculo renovó sus lágrimas y lamentos; mas juzgando no ser aquel lugar a propósito para abandonarse a su dolor, suspendió el llanto para pensar en lo que convenía hacer con el cuerpo de su amante. Si hubiese podido lo habría hecho enterrar decentemente; pero en la imposibilidad de ejecutar este proyecto, le cortó la cabeza con un cuchillo que llevaba, la envolvió en un pañuelo, colocóla en el delantal de su criada y volvió a su casa, después de cubrir nuevamente de tierra el inanimado tronco. Al encontrarse en su habitación ante la cabeza de su amado Lorenzo, la besó con los mayores transportes de dolor y rególa con sus lágrimas. No sabiendo cómo sustraerla a las miradas de sus hermanos, imaginó colocarla en uno de esos grandes jarrones donde se planta la mejora­na u otras flores. Comienza por envolverla en un precioso pañuelo de seda, luego la cubre de tierra, y planta encima una lindísima albahaca salernitana, con intento de no regarla sino con agua de rosas o de azahares, o con sus lágrimas. La pobre no se cansaba de admirar aquel tiesto querido que encerraba los preciosos restos de su querido Lorenzo. A veces era tan grande su llanto, que la albahaca quedaba inundada con sus lágrimas. El asiduo cuidado que de esta planta tenía, unido al abono que le producía la cabeza, la hacían crecer a ojos vistas, siendo cada día más linda y olorosa. Lisabetta, por el contrario, desmejoraba de día en día: tenía los ojos hundidos, el rostro flaco y descarnado; en una palabra, sus facciones se volvieron tan feas como agradables habían sido. Sorprendidos sus hermanos de un cambio tan nota­ble, supieron por una vecina, que lo vio desde su ventana, que su infortunada hermana pasaba horas enteras gimiendo y llorando ante un jarrón que no cesaba de contemplar. Reconviniéronla por ello, y viendo que continuaba lo mismo, se lo quitaron de delante. Al notar la falta del jarrón, Lisabetta lo pidió con las mayores instancias; pero sus hermanos no quisieron devolvérselo, lo cual la apenó tanto, que cayó gravemente enferma. Durante su enfermedad pedía sin cesar el jarrón. Sorprendidos sus hermanos de capricho tan singular, quisieron ver lo que contenía, así, pues, quitaron la tierra, y encontraron una cabeza humana, en tal estado, que pudieron reconocer fácilmente que era la de Lorenzo. Fácil es comprender su sorpresa. El temor de que fuese descubier­to su crimen les determinó a enterrarla y huir inmediatamente de Mesina, retirándose en secreto a Nápoles, y dejando a su pobre hermana Lisabetta presa del dolor. La pobre joven, que incesantemente preguntaba por el jarrón, no tardó en fallecer. Su extraña muerte, la desaparición de sus hermanos y algunas palabras escapadas a la mujer que la había acompañado al sitio donde estaba enterrado Lorenzo, hicieron casi público el suceso, y sobre esta aven­tura se compuso un romance, todavía en boga, y que empieza así:
¿Quién es el ser inhumano que ha robado de mi ventana la albahaca salernitana?