Edgar Allan Poe

Edgar Allan Poe
Edgar Allan Poe

12 de febrero de 2014

_David Copperfield_ de Dickens

En esta novela Dickens proyecta sus más profundas experiencias personales. A través del paso de su protagonista desde la infancia hasta la madurez, el autor muestra su fascinación por el mundo infantil y juvenil, muy presente en su narrativa. La historia de David está llena de múltiples episodios, en los que cabe tanto lo sentimental cono la descripción de algunos periodos difíciles por los que pasa.
Huérfano, queda al cargo de su padrastro y una hermana de éste, quienes pronto lo llevan a un internado. Allí lo reciben haciéndole llevar un cartel en la espalda: “¡Cuidado con él! ¡Muerde!” Sufre aún mayor crueldad que en casa.



CAPÍTULO VII
MI PRIMER SEMESTRE EN SALEM HOUSE

Las clases empezaron en serio al día siguiente. Recuerdo cómo me impresionó el ruido de las voces en la sala de estudio, trocada de pronto en un silencio de muerte cuando míster Creakle entró, después del desayuno, y desde la puerta nos miró a todos como el gigante de los cuentos de hadas contempla a sus cautivos.
Tungay entró con él, y a mí me pareció que no había motivo para gritar de aquel modo: «¡Silencio!», pues estábamos todos petrificados, mudos é inmóviles. -Se le vio a míster Creakle mover los labios y se oyó a Tungay.
-Muchachos: empezamos el curso; cuidado con lo que se hace, y tomad con afán vuestros estudios, os lo aconsejo, porque yo también vengo decidido a tomar con afán los castigos. Y no tendré piedad. Y os prometo que por mucho que os restreguéis después no lograréis quitaros las huellas de mis golpes. Ahora ¡al trabajo todos!
Cuando terminó este terrible exordio y Tungay se marchó, mister Creakle se acercó a mi pupitre y me dijo que si yo era célebre por morder, también él era una especialidad en aquel arte. Y enseñándome su bastón, me preguntó qué me parecía aquel diente. ¿Era bastante duro? ¿Era fuerte? ¿Tenía las puntas afiladas? ¿Mordía bien? ¿Mordía? Y a cada pregunta me daba tal palo, que me hacía retorcerme. Aquella fue mi confirmación en Salem House, según decía Steerforth; había sido confirmado pronto; igual de pronto estuve deshecho en lágrimas.
Y no vaya a creerse que aquellas demostraciones de atención las recibía yo solo. Al contrario, casi todos los niños (sobre todo los que eran pequeños) se veían favorecidos con igual suerte cada vez que míster Creakle recorría la clase. La mitad del colegio ya estaba retorciéndose antes de que empezasen las tareas del día, y ¡cuántos se retorcían y gritaban antes de que el trabajo del día terminase! Realmente lo recuerdo asustado; pero si contara mas detalles, no querrían creerme.
Pienso que no he visto en mi vida un hombre a quien gustase más su oficio que mister Creakle. Se veía que gozaba pegándonos, como si satisficiera un apetito imperioso. Estoy convencido de que no podía resistir el deseo de azotarnos; sobre todo los que éramos gorditos ejercíamos una especie de fascinación sobre él, que no le dejaba descansar hasta que nos marcaba para todo el día. Yo era gordito entonces, y lo he experimentado. Estoy seguro de que ahora, cuando pienso en aquel hombre, la sangre hierve en mis venas con la misma desinteresada indignación que sentiría si hubiera visto sus cosas sin haberlas sufrido, y me indigna porque estoy convencido de que era un malvado sin ningún derecho a cuidar del tesoro que se le confiaba, menos derecho que a see gran mariscal o general en jefe... Es más, quizá en cualquiera de esos otros dos casos habría hecho infinitamente menos daño.
Miserables, pequeñas víctimas de un ídolo sin piedad, ¡qué abyectos éramos! ¡Qué comienzo en la vida (pienso ahora) el aprender a arrastrarse de aquel modo ante un hombre así!
Todavía me parece estar sentado en mi pupitre y espiando sus ojos, observándolos humildemente, mientras él raya el cuaderno de otra de sus víctimas a quien acaba de cruzar las manos con la regla y que trata de aliviar sus heridas envolviéndoselas en el pañuelo. Tengo mucho que hacer, y si observo sus ojos no es por holgazanería: es una especie de atracción morbosa, un deseo imperioso de saber qué va a hacer, y si me tocará el turno de sufrir o le tocará a otro. Delante de mí hay una fila de los más pequeños, que también está pendiente de sus ojos con el mismo interés. Yo creo que él lo sabe; pero finge no verlo, y gesticula de un modo terrorífico mientras raya el cuaderno; después nos mira de soslayo, y todos nos inclinamos temblorosos sobre los libros; pero al momento volvemos a fijar los ojos en él. Un desgraciado, culpable de haber hecho mal un ejercicio, se acerca a su llamada, balbuciendo excusas y propósitos de hacerlo bien mañana. Míster Creakle hace un chiste cuando le va a pegar. Todos se lo reírnos, ¡miserables perrillos!, se lo reímos, con los rostros más blancos que la muerte y el corazón encogido de miedo.
Todavía me veo sentado en el pupitre en una calurosa tarde de verano. Un rumor sordo me rodea, como si los chicos fueran moscones. Tengo una desagradable sensación de lo que hemos comido (comimos hace una hora o dos) y me siento la cabeza pesada, como si fuera de plomo. Daría el mundo entero por poderme dormir. Tengo los ojos fijos en míster Creakle y abiertos como los de una lechuza. Cuando el sueño me vence demasiado, sigo viéndole a través de una bruma, siempre rayando los cuadernos... hasta que suavemente llega detrás de mí y me hace tener una percepción más clara de su existencia dándome un bastonazo en la espalda.
Estamos en el patio de recreo, y yo sigo con los ojos fascinados por él, aunque no puedo verle. Allí está la ventana de la habitación donde debe de estar comiendo. Sé que está allí y miro a la ventana. Si pasa por ella su sombra, al instante mi cara adopta una expresión sumisa y resignada. ¡Y si nos mira a través del cristal, hasta los más traviesos (exceptuando Steerforth), se interrumpen en medio de sus gritos para tomar una actitud contemplativa! Un día, Traddles (el chico más desgraciado del colegio) rompióaccidentalmente el cristal con su pelota. Aún hoy me estremezco al recordar la tremenda impresión del momento, cuando pensábamos que la pelota habría rebotado en la sagrada cabeza de míster Creakle.
¡Pobre Traddles! Con su traje azul celeste, que le estaba pequeño y hacía que sus brazos y piernas parecieran salchichas alemanas, era el más alegre y el más desgraciado del colegio. Ni un día dejaban de pegarle, creo que ni un solo día, exceptuando un lunes, que fue fiesta, y nada más le dio con la regla en las manos. Siempre estaba diciendo que iba a escribir a su tío quejándose de ello; pero nunca lo hacía. Cuando le habían pegado tenía la costumbre de inclinar la cabeza encima del pupitre durante unos minutos; después se enderezaba alegre y empezaba a reírse, cubriendo la pizarra de esqueletos antes de que sus ojos estuvieran secos. Al principio me extrañaba bastante el consuelo que encontraba dibujando esqueletos, y durante cierto tiempo le consideré como una especie de asceta que trataba de recordar por me dio de aquel símbolo de mortalidad lo limitado de todas las cosas, consolándole el pensar que tampoco los palos podían durar siempre. Después supe que si lo hacía así era por ser más fácil, pues no tenía que ponerlos cara.

Charles Dickens, David Copperfield, pp. 57 – 59.


_Crimen y castigo_ de Dostoievski

Crimen y castigo plantea un conflicto moral: si el asesinato puede ser lícito en alguna ocasión. Raskolnikov, el protagonista, vive sumido en la pobreza y decide asesinar a una avara anciana por su dinero. Pero el móvil real de Raskolnikov no es el botín, sino demostrarse a sí mismo que es un hombre decidido al que las leyes de la gente normal no le afectan.

                                                            VI
[...] Continuó en seguida la ascensión y llegó al cuarto piso. Allí estaba la puerta de las habitaciones de la prestamista. El departamento de enfrente seguía desalquilado, a juzgar por las apariencias, y el que estaba debajo mismo del de la vieja, en el tercero, también debía de estar vacío, ya que de su puerta había desaparecido la tarjeta que Raskolnikof había visto en su visita anterior. Sin duda, los inquilinos se habían mudado.
Raskolnikof jadeaba. Estuvo un momento vacilando. «¿No será mejor que me vaya?» Pero ni siquiera se dio respuesta a esta pregunta. Aplicó el oído a la puerta y no oyó nada: en el departamento de Alena Ivanovna reinaba un silencio de muerte. Su atención se desvió entonces hacia la escalera: permaneció un momento inmóvil, atento al menor ruido que pudiera llegar desde abajo...
Luego miró en todas direcciones y comprobó que el hacha estaba en su sitio. Seguidamente se preguntó: «¿No estaré demasiado pálido..., demasiado trastornado? ¡Es tan desconfiada esa vieja! Tal vez me convendría esperar hasta tranquilizarme un poco.» Pero los latidos de su corazón, lejos de normalizarse, eran cada vez más violentos... Ya no pudo contenerse: tendió lentamente la mano hacia el cordón de la campanilla y tiró. Un momento después insistió con violencia.
No obtuvo respuesta, pero no volvió a llamar: además de no conducir a nada, habría sido una torpeza. No cabía duda de que la vieja estaba en casa; pero era suspicaz y debía de estar sola. Empezaba a conocer sus costumbres... Aplicó de nuevo el oído a la puerta y... ¿Sería que sus sentidos se habían agudizado en aquellos momentos (cosa muy poco probable), o el ruido que oyó fue perfectamente perceptible? De lo que no le cupo duda es de que percibió que una mano se apoyaba en el pestillo, mientras el borde de un vestido rozaba la puerta. Era evidente que alguien hacía al otro lado de la puerta lo mismo que él estaba haciendo por la parte exterior. Para no dar la impresión de que quería esconderse, Raskolnikof movió los pies y refunfuñó unas palabras. Luego tiró del cordón de la campanilla por tercera vez, sin violencia alguna, discretamente, con objeto de no dejar traslucir la menor impaciencia. Este momento dejaría en él un recuerdo imborrable. Y cuando, más tarde, acudía a su imaginación con perfecta nitidez, no comprendía cómo había podido desplegar tanta astucia en aquel momento en que su inteligencia parecía extinguirse y su cuerpo paralizarse... Un instante después oyó que descorrían el cerrojo.

VII
Como en su visita anterior, Raskolnikof vio que la puerta se entreabría y que en la estrecha abertura aparecían dos ojos penetrantes que le miraban con desconfianza desde la sombra. En este momento, el joven perdió la sangre fría y cometió una imprudencia que estuvo a punto de echarlo todo a perder. Temiendo que la vieja, atemorizada ante la idea de verse a solas con un hombre cuyo aspecto no tenía nada de tranquilizador, intentara cerrar la puerta, Raskolnikof lo impidió mediante un fuerte tirón. La usurera quedó paralizada, pero no soltó el pestillo aunque poco faltó para que cayera de bruces. Después, viendo que la vieja permanecía obstinadamente en el umbral, para no dejarle el paso libre, él se fue derecho a ella. Alena Ivanovna, aterrada, dio un salto atrás e intentó decir algo. Pero no pudo pronunciar una sola palabra y se quedó mirando al joven con los ojos muy abiertos.
-Buenas tardes, Alena Ivanovna -empezó a decir en el tono más indiferente que le fue posible adoptar. Pero sus esfuerzos fueron inútiles: hablaba con voz entrecortada, le temblaban las manos-. Le traigo..., le traigo... una cosa para empeñar... Pero entremos: quiero que la vea a la luz.
Y entró en el piso sin esperar a que la vieja lo invitara. Ella corrió tras él, dando suelta a su lengua.
-¡Oiga! ¿Quién es usted? ¿Qué desea?
-Ya me conoce usted, Alena Ivanovna. Soy Raskolnikof... Tenga; aquí tiene aquello de lo que le hablé el otro día.
Le ofrecía el paquetito. Ella lo miró, como dispuesta a cogerlo, pero inmediatamente cambió de opinión. Levantó los ojos y los fijó en el intruso. Lo observó con mirada penetrante, con un gesto de desconfianza e indignación. Pasó un minuto. Raskolnikof incluso creyó descubrir un chispazo de burla en aquellos ojillos, como si la vieja lo hubiese adivinado todo. Notó que perdía la calma, que tenía miedo, tanto, que habría huido si aquel mudo examen se hubiese prolongado medio minuto más.
-¿Por qué me mira así, como si no me conociera? -exclamó Raskolnikof de pronto, indignado también-. Si le conviene este objeto, lo toma; si no, me dirigiré a otra parte. No tengo por qué perder el tiempo. Dijo esto sin poder contenerse, a pesar suyo, pero su actitud resuelta pareció ahuyentar los recelos de Alena Ivanovna.
-¡Es que lo has presentado de un modo!
Y, mirando el paquetito, preguntó: -¿Qué me traes?
-Una pitillera de plata. Ya le hablé de ella la última vez que estuve aquí.
Alena Ivanovna tendió la mano.
-Pero, ¿qué te ocurre? Estás pálido, las manos le tiemblan. ¿Estás enfermo?
-Tengo fiebre -repuso Raskolnikof con voz anhelante. Y añadió, con un visible esfuerzo -:¿Cómo no ha de estar uno pálido cuando no come?
Las fuerzas volvían a abandonarle, pero su contestación pareció sincera. La usurera le quitó el paquetito de las manos.
-Pero ¿qué es esto? -volvió a preguntar, sopesándolo y dirigiendo nuevamente a Raskolnikof una larga y penetrante mirada.
-Una pitillera... de plata... Véala.
-Pues no parece que esto sea de plata... ¡Sí que la has atado bien!
Se acercó a la lámpara (todas las ventanas estaban cerradas, a pesar del calor asfixiante) y empezó a luchar por deshacer los nudos, dando la espalda a Raskolnikof y olvidándose de él momentáneamente. Raskolnikof se desabrochó el gabán y sacó el hacha del nudo corredizo, pero la mantuvo debajo del abrigo, empuñándola con la mano derecha. En las dos manos sentía una tremenda debilidad y un embotamiento creciente. Temiendo estaba que el hacha se le cayese. De pronto, la cabeza empezó a darle vueltas.
-Pero ¿cómo demonio has atado esto? ¡Vaya un enredo! -exclamó la vieja, volviendo un poco la cabeza hacia Raskolnikof.
No había que perder ni un segundo. Sacó el hacha de debajo del abrigo, la levantó con las dos manos y, sin violencia, con un movimiento casi maquinal, la dejó caer sobre la cabeza de la vieja. Raskolnikof creyó que las fuerzas le habían abandonado para siempre, pero notó que las recuperaba después de haber dado el hachazo.
La vieja, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos, grises, ralos, empapados en aceite, se agrupaban en una pequeña trenza que hacía pensar en la cola de una rata, y que un trozo de peine de asta mantenía fija en la nuca. Como era de escasa estatura, el hacha la alcanzó en la parte anterior de la cabeza. La víctima lanzó un débil grito y perdió el equilibrio. Lo único que tuvo tiempo de hacer fue sujetarse la cabeza con las manos. En una de ellas tenía aún el paquetito. Raskolnikof le dio con todas sus fuerzas dos nuevos hachazos en el mismo sitio, y la sangre manó a borbotones, como de un recipiente que se hubiera volcado. El cuerpo de la víctima se desplomó definitivamente. Raskolnikof retrocedió para dejarlo caer. Luego se inclinó sobre la cara de la vieja. Ya no vivía. Sus ojos estaban tan abiertos, que parecían a punto de salírsele de las órbitas. Su frente y todo su rostro estaban rígidos y desfigurados por las convulsiones de la agonía.
Raskolnikof dejó el hacha en el suelo, junto al cadáver, y empezó a registrar, procurando no mancharse de sangre, el bolsillo derecho, aquel bolsillo de donde él había visto, en su última visita, que la vieja sacaba las llaves. Conservaba plenamente la lucidez; no estaba aturdido; no sentía vértigos. Más adelante recordó que en aquellos momentos había procedido con gran atención y prudencia, que incluso había sido capaz de poner sus cinco sentidos en evitar mancharse de sangre... Pronto encontró las llaves, agrupadas en aquel llavero de acero que él ya había visto.

Fedor Dostoiewski, Crimen y castigo.


_Madame Bovary_ de Flaubert



La novela se divide en tres partes. La primera está dedicada a contar como Carlos, ya médico y casado, conoce a Emma, con la que contrae matrimonio al quedar viudo, así como la vida sin alicientes de la pareja. Flaubert hace hincapié en el análisis psicológico de la joven y en su decepcionante vida conyugal. Solo la invitación una fiesta en casa del marqués de Andervilliers alimenta las fantasías de la recién casada.


Primera parte. Capítulo IX.                  



Después de la cena leía un poco; pero el calor de la estancia, unido a la digestión, le hacía dormir al cabo de cinco minutos; y se quedaba allí, con la barbilla apoyada en las dos manos, y el pelo caído como una melena hasta el pie de la lámpara. Emma lo miraba encogiéndose de hombros. ¿Por qué no tendría al menos por marido a uno de esos hombres de entusiasmos callados que trabajaban por la noche con los libros y, por fin, a los sesenta años, cuando llega la edad de los reumatismos lucen una sarta de condecoraciones sobre su traje negro mal hecho? Ella hubiera querido que este nombre de Bovary, que era el suyo, fuese ilustre, verlo exhibido en los escaparates de las librerías, repetido en los periódicos, conocido en toda Francia. ¡Pero Carlos no tenía ambición! Un médico de Yvetot, con quien había coincidido muy recientemente en una consulta, le había humillado un poco en la misma cama del enfermo, delante de los parientes reunidos. Cuando Carlos le contó por la noche lo sucedido, Emma se deshizo en improperios contra el colega. Carlos se conmovió. La besó en la frente con una lágrima. Pero ella estaba exasperada de vergüenza, tenía ganas de pegarle, se fue a la galería a abrir la ventana y aspiró el aire fresco para calmarse.
–¡Qué pobre hombre!, ¡qué pobre hombre! –decía en voz baja, mordiéndose los labios.
Por lo demás, cada vez se sentía más irritada contra él. Con la edad, Carlos iba adoptando unos hábitos groseros; en el postre cortaba el corcho de las botellas vacías; al terminar de comer pasaba la lengua sobre los dientes; al tragar la sopa hacía una especie de cloqueo y, como empezaba a engordar, sus ojos, ya pequeños, parecían subírsele hacia las sienes por la hinchazón de sus pómulos.
Emma a veces le ajustaba en su chaleco el ribete rojo de sus camisetas, le arreglaba la corbata o escondía los guantes desteñidos que se iba a poner; y esto no era, como él creía, por él; era por ella misma, por exceso de egoísmo, por irritación nerviosa. A veces también le hablaba de cosas que ella había leído, como de un pasaje de una novela, de una nueva obra de teatro, o de la anécdota del «gran mundo» que se contaba en el folletón; pues, después de todo, Carlos era alguien, un oído siempre abierto, una aprobación siempre dispuesta. Ella hacía muchas confidencias a su perra galga. Se las hubiera hecho a los troncos de su chimenea y al péndulo de su reloj.

En el fondo de su alma, sin embargo, esperaba un acontecimiento. Como los náufragos, paseaba sobre la soledad de su vida sus ojos desesperados, buscando a lo lejos alguna vela blanca en las brumas del horizonte. No sabía cuál sería su suerte, el viento que la llevaría hasta ella, hacia qué orilla la conduciría, si sería chalupa o buque de tres puentes, cargado de angustias o lleno de felicidades hasta los topes. Pero cada mañana, al despertar, lo esperaba para aquel día, y escuchaba todos los ruidos, se levantaba sobresaltada, se extrañaba que no viniera; después, al ponerse el sol, más triste cada vez, deseaba estar ya en el día siguiente.
Volvió la primavera. Tuvo sofocaciones en los primeros calores, cuando florecieron los perales. Desde el principio de julio contó con los dedos cuántas semanas le faltaban para llegar al mes de octubre, pensando que el marqués d’Andervilliers tal vez daría otro baile en la Vaubyessard. Pero todo septiembre pasó sin cartas ni visitas.

Después del fastidio de esta decepción, su corazón volvió a quedarse vacío, y entonces empezó de nuevo la serie de las jornadas iguales. Y ahora iban a seguir una tras otra, siempre idénticas, inacabables y sin aportar nada nuevo. Las otras existencias, por monótonas que fueran, tenían al menos la oportunidad de un acontecimiento. Una aventura ocasionaba a veces peripecias hasta el infinito y cambiaba el decorado. Pero para ella nada ocurría. ¡Dios lo había querido! El porvenir era un corredor todo negro, y que tenía en el fondo su puerta bien cerrada.
Abandonó la música. ¿Para qué tocar?, ¿quién la escucharía? Como nunca podría, con un traje de terciopelo de manga corta, en un piano de Erard, en un concierto, tocando con sus dedos ligeros las teclas de marfil, sentir como una brisa circular a su alrededor como un murmullo de éxtasis, no valía la pena aburrirse estudiando. Dejó en el armario las carpetas de dibujo y el bordado. ¿Para qué? ¿Para qué? La costura le irritaba.
–Lo he leído todo –se decía.
Y se quedaba poniendo las tenazas al rojo en la chimenea o viendo caer la lluvia.
¡Qué triste se ponía los domingos cuando tocaban a vísperas! Escuchaba, en un atento alelamiento, sonar uno a uno los golpes de la campana cascada. Algún gato sobre los tejados, caminando lentamente, arqueaba su lomo a los pálidos rayos del sol. El viento en la carretera, arrastraba nubes de polvo. A lo lejos, de vez en cuando, aullaba un perro, y la campana, a intervalos iguales, continuaba su sonido monótono que se perdía en el campo.

Flaubert, Gustave, Madame Bovary, LibrosEnRed
 


ACTIVIDADES
1. El fragmento puede dividirse en 3 partes: el desencanto de la recién casada, su espera de un milagro y su caída en la indolencia. Distingue cada una de ellas y resúmelas.

2. El desencanto de Emma tiene su origen en una serie de detalles cotidianos. Indica que actitud adopta ante ellos y cómo la interpreta el marido.



10 de febrero de 2014

_Moby Dick_ de Herman Melville

 
Todos los vigías me habéis oído ya dar órdenes sobre una ballena blanca. ¡Mirad! ¿veis esta onza de oro española? —elevando al sol una ancha y brillante moneda—, es una pieza de dieciséis dólares, hombres. ¿La veis? Señor Starbuck, alcánceme esa mandarria.Mientras el oficial le daba el martillo, Ahab, sin hablar, restregaba lentamente la moneda de oro contra los faldones de la levita, como para aumentar su brillo, y, sin usar palabras, mientras tanto murmuraba por lo bajo para sí mismo, produciendo un sonido tan extrañamente ahogado e inarticulado que parecía el zumbido mecánico de las ruedas de su vitalidad dentro de él.

Al recibir de Starbuck la mandarria, avanzó hacia el palo mayor con el martillo alzado en una mano, exhibiendo el oro en la otra, y exclamando con voz aguda: —¡Quienquiera de vosotros que me señale una ballena de cabeza blanca de frente arrugada y mandíbula torcida; quienquiera de vosotros que me señale esa ballena de cabeza blanca, con tres agujeros perforados en la aleta de cola, a estribor; mirad, quienquiera de vosotros que me señale esa misma ballena blanca, obtendrá esta onza de oro, muchachos!
¡Hurra, hurra! —gritaron los marineros, mientras, agitando los gorros encerados, saludaban el acto de clavar el oro al mástil.
Es una ballena blanca, digo —continuó Ahab, dejando caer la mandarria—: una ballena blanca. Despellejaos los ojos buscándola, hombres; mirad bien si hay algo blanco en el agua, en cuanto veáis una burbuja, gritad.
Durante todo este tiempo, Tashtego, Daggoo y Queequeg se habían quedado mirando con interés y sorpresa más atentos que los demás, y al oír mencionar la frente arrugada y la mandíbula torcida, se sobresaltaron como si cada uno de ellos, por separado, hubiera sido tocado por algún recuerdo concreto.
Capitán Ahab —dijo Tashtego—, esa ballena blanca debe ser la misma que algunos llaman Moby Dick.
¿Moby Dick? —gritó Ahab—. Entonces, ¿conoces a la ballena blanca, Tash?
¿Abanica con la cola de un modo curioso, capitán, antes de zambullirse, capitán? —dijo reflexivamente el indio Gay-Head.
¿Y tiene también un curioso chorro —dijo Daggoo—, con mucha copa, hasta para un cachalote, y muy vivo, capitán Ahab?
¿Y tiene uno, dos, tres..., ¡ah!, muchos hierros en la piel, capitán —gritó Queequeg, entrecortadamente—, todos retorcidos, como eso... —y vacilando en busca de una palabra, retorcía la mano dando vueltas como si descorchara una botella—, como eso...?
¡Sacacorchos! —gritó Ahab—, sí, Queequeg, tiene encima los arpones torcidos y arrancados; sí, Daggoo, tiene un chorro muy grande, como toda una gavilla de trigo, y blanco como un montón de nuestra lana de Nantucket después del gran esquileo anual; sí, Tashtego, y abanica con la cola como un foque roto en una galerna.
¡Demonios y muerte!, hombres, es Moby Dick la que habéis visto; ¡Moby Dick, Moby Dick!
Capitán Ahab —dijo Starbuck, que, con Stubb y Flask, había mirado hasta entonces a su superior con sorpresa creciente, pero al que por fin pareció que se le ocurría una idea que de
algún modo explicaba todo el prodigio—. Capitán Ahab, he oído hablar de Moby Dick, pero ¿no fue Moby Dick la que le arrancó la pierna?
¿Quién te lo ha dicho? —gritó Ahab, y luego, tras una pausa—: Sí, Starbuck; sí, queridos míos que me rodeáis; fue Moby Dick quien me desarboló; fue Moby Dick quien me puso en este muñón muerto en que ahora estoy. Sí, sí —gritó con un terrible sollozo, ruidoso y animal, como el de un alce herido en el corazón—: ¡Sí, sí!, ¡fue esa maldita ballena blanca la que me arrasó, la que me dejó hecho un pobre inútil amarrado para siempre jamás! —Luego, agitando los brazos, gritó con desmedidas imprecaciones—: ¡Sí, sí, y yo la perseguiré al otro lado del cabo de Buena Esperanza, y del cabo de Hornos, y del Maelstrom noruego, y de las llamas de la condenación, antes de dejarla escapar! Y para esto os habéis embarcado, hombres, para perseguir a esa ballena blanca por los dos lados de la costa, y por todos los lados de la tierra, hasta que eche un chorro de sangre negra y estire la aleta. ¿Qué decís, hombres, juntaréis las manos en esto? Creo que parecéis valientes.
¡Sí, sí! —gritaron los arponeros y marineros, acercándose a la carrera al excitado anciano—: ¡Ojo atento a la ballena blanca; un arpón afilado para Moby Dick!
Dios os bendiga —pareció medio sollozar y medio gritar—, Dios os bendiga, marineros.