Edgar Allan Poe

Edgar Allan Poe
Edgar Allan Poe

6 de diciembre de 2011

La muerte del rey Arturo, Batalla de Salisbury.

Siglo XIII


Texto procedente de:
La muerte del rey Arturo, traducción de Carlos Alvar, Madrid, Alianza editorial, Biblioteca artúrica, 1997

[…]Aquel día cabalgó el rey y se dirigió tan directamente como pudo hacia las llanuras de Salisbury, como quien sabía que en aquella llanura iba a tener lugar la gran batalla mortal de la que tanto habían hablado Merlín y otros adivinos. Cuando el rey Arturo entró en el llano dijo a sus gentes que acampasen allí, donde esperarían a Mordret; lo hicieron tal como ordenó; en poco rato se asentaron y se establecieron lo mejor que pudieron. Por la noche, después de cenar, el rey Arturo con el arzobispo fue a dar un paseo por la llanura y llegaron a una roca alta y dura; el rey miró roca arriba y vio que tenía letras talladas. Mira al arzobispo y dice:
-Señor, he aquí maravillas; en esta roca hay letras que fueron inscritas hace largo tiempo; mirad lo que dicen.- Contempla las letras, que decían:
EN ESTA LLANURA TENDRÁ LUGAR LA BATALLA MORTAL POR LA QUE QUEDARA HUÉRFANO EL REINO DE LOGRES.
- Señor, le dice al rey, ya sabéis lo que quieren decir; si os enfrentáis con Mordret, el reino se quedará huérfano pues o moriréis o seréis herido de muerte; no será de otra forma; y para que no dudéis de que en este texto no hay sino verdad, os digo que el mismo Merlín escribió las letras y en todo cuanto dijo sólo hubo verdad, como quien estaba seguro de lo que había de ocurrir.
-Señor, le responde el rey Arturo, lo veo tan claro que, si no hubiera avanzado tanto, me volvería, fuera cual fuese el deseo que tuviera; pero que ahora nos ayude Jesucristo, porque no me retiraré hasta que Nuestro Señor me haya dado honor a mí o a Mordret; y si me va mal, habrá sido por mis pecados y por mis culpas, pues mis buenos caballeros son más que los de Mordret.
El rey Arturo decía estas palabras muy desanimado y más atemorizado de lo que solía, porque había visto numerosas señales que le presagiaban su muerte. El arzobispo llora con ternura, ya que no puede hacer que se vuelva. El rey regresó a su tienda; cuando estuvo en ella se le acercó un criado para decirle:
- Rey Arturo, no te saludo, pues soy vasallo de un mortal enemigo tuyo: Mordret, rey del reino de Logres. Te dice, a través de mí, que has entrado alocadamente en su tierra, pero que si le prometes, como rey, que al amanecer te volverás con toda tu gente allí donde habéis venido, te lo tolerará de manera que no te hará ningún daño; pero si no quieres hacerlo, te fija la batalla para mañana. Dile cuál de estas dos cosas vas a hacer, que no quiere tu destrucción si abandonas su tierra.
El rey, que oye este mensaje, responde al criado:
- Ve a decir a tu señor que esta tierra, que es mía por herencia, de ningún modo la dejaré por su deseo, sino que me quedaré en ella, como mía que es, para defenderla y expulsarle como perjuro; que tenga por seguro Mordret el perjuro que morirá a mis manos; dile estas cosas de mi parte y que me agrada más enfrentarme a él que dejarle, incluso aunque tuviera que matarme.
Después de estas palabras, no se entretuvo el criado; se marchó sin despedirse y cabalgó hasta llegar ante Mordret, a quien contó palabra por palabra lo que había dicho el rey Arturo, y añadió:
-Señor, sabed que no podéis esquivar la batalla, si es que os atrevéis a esperar hasta mañana.
-Sin dudar lo esperaré, responde Mordret, pues no deseo nada tanto como la batalla campal contra él. Así quedó decidido el combate en el que murieron muchos nobles sin merecerlo. Aquella noche tuvieron miedo los hombres del rey Arturo, pues sabían que tenían mucha menos gente que la hueste de Mordret; por eso temían el enfrentamiento. Mordret había suplicado tanto a los sajones, que acudieron en su ayuda: eran grandes y fuertes, pero no eran tan diestros en el combate como la gente del rey Arturo; odiaban al rey con odio mortal y por eso se habían vuelto hacia Mordret, a quien le habían rendido homenaje los más altos hombres de Sajonia, pues en aquel momento pensaban vengar con mucho los grandes contratiempos que el rey Arturo les había provocado en alguna ocasión. Así se reunieron muchos hombres procedentes de todas partes. Tan pronto como rayó el día, se levantó el rey Arturo y oyó misa; después, se armó y ordenó a su gente que se armara. El rey dispuso diez cuerpos de ejército: el primero, conducido por Yvaín; el segundo, por el rey Yon; el tercero, por el rey Karadoc; el cuarto, por el rey Carabentín; el quinto, por el rey Aquisán; el sexto, por Giflete; el séptimo, por Lucán el Copero; el octavo lo conducía Sagremor el Desmesurado; el noveno, Guivrete; el último lo conducía el rey Arturo y en él iba la flor de su gente; y en éste tenían puestas sus esperanzas, pues había muchos valientes que no serían fácilmente vencidos, si no eran atacados por gran número de enemigos.

181. Cuando el rey Arturo hubo reunido y dispuesto así su ejército, rogó a cada dignatario que pensara en actuar bien, pues si podía salir con honra de este combate, no hallaría quien osara rebelarse contra él nunca más. Así estableció el rey sus cuerpos; y también lo hizo Mordret, pero, como tenía más gente que el rey Arturo, formó veinte cuerpos y en cada uno tantos hombres como era necesario, y buenos caballeros al frente de ellos; en el último colocó a los mejores y puso juntos a todos aquellos de quienes más se fiaba y él los conducía; dijo que con este cuerpo se enfrentaría a Arturo, pues sus espías ya le habían dicho que el rey iba al frente del último de sus cuerpos. En los dos primeros Mordret no tenía ningún caballero que no fuera sajón; en los dos siguientes estaban los de Escocia; después, los de Gales: sus hombres ocupaban dos cuerpos, luego, los de Norgales, en tres cuerpos. Así había elegido Mordret los caballeros de diez reinos; cabalgaron todos en orden hasta llegar a la gran llanura de Salisbury, donde vieron el ejército del rey Arturo y las banderas que se agitaban contra el viento; los de la hueste del rey Arturo esperaban, montados, a que llegaran los hombres de Mordret; cuando se acercaron tanto que ya sólo faltaba golpearles, vierais bajar lanzas.
Delante de todos los sajones venía Arcán, hermano del rey de los sajones, armado sobre el caballo con su arnés completo. Cuando lo vio mi señor Yvaín, que era el primero de sus compañeros y esperaba el primer encuentro, galopa contra él con la lanza bajada; Arcán golpea a mi señor Yvaín y rompe la lanza; mi señor Yvaín le da con tal dureza que le atravesó el escudo y le mete el hierro de la lanza en
medio del cuerpo; lo empuja bien, derribándolo del caballo y, al caer, se quiebra la lanza, de modo que queda tendido en el suelo y herido de muerte; entonces exclama un pariente de mi señor Yvaín, de forma que muchos le oyeron: -¡Sajonia ha sido despojada de uno de sus mejores herederos!
Entrechocan los ejércitos, el primero del rey Arturo contra los dos de los sajones; allí podíais ver en el encuentro muchos golpes de lanza y caer muchos buenos caballeros; y muchos buenos caballos correr, abandonados, por el campo, sin nadie que los retuviera; podíais ver, en poco rato, la tierra cubierta de caballeros, muertos unos, heridos otros. En el llano de Salisbury así comenzó la batalla, por la que el reino de Logres fue a la destrucción, a la vez que muchos otros, porque después no hubo tantos nobles caballeros como había habido antes; tras su muerte, las tierras quedaron desoladas y yermas, sin buenos señores, pues todos murieron con gran dolor y aflicción.
Se entabló un combate duro y digno de admiración; cuando los de delante rompieron sus lanzas, toman las espadas y dan golpes tan grandes, que hacen que las espadas se hundan en los yelmos hasta el cerebro. Muy bien actuó aquel día mi señor Yvaín, haciendo sufrir mucho a los sajones; cuando el rey de éstos hubo contemplado un rato, se dijo a sí mismo:
-Si éste vive mucho tiempo, seremos vencidos.
Galopa contra mi señor Yvaín, en medio del combate, tan deprisa como puede su caballo y le golpea con toda su fuerza, de forma que el escudo no puede impedir que le meta la lanza por el costado izquierdo, pero no lo hiere de muerte; al pasar, mi señor Yvaín le golpea con la cortante espada, de manera que hace que su cabeza vuele y que el cuerpo caiga a tierra. Cuando los sajones vieron a su señor en el suelo comenzaron a hacer un enorme duelo; a los de Logres, cuando oyeron las lamentaciones que habían iniciado, no les importa, sino que les atacan con las espadas desenvainadas; los matan y les hacen tal mortandad, que en poco rato los pusieron en fuga, pues no había -entre ellos- quien no tuviera una herida grande o pequeña, y estaban más derrotados por la muerte de su señor que por otra cosa. Cuando los sajones abandonaron el campo y huyeron, los de Logres los persiguieron; en su huida se lanzaron hacia los de Irlanda, que al galope de sus caballos iban a ayudarles, espoleando contra los hombres de mi señor Yvaín; les atacaron con ímpetu, pues estaban frescos y descansados, de modo que murió una gran parte. Los que eran valientes y preferían morir a volverse, los recibieron lo mejor posible, aunque estaban cansados y fatigados. En aquel momento fue derribado mi señor Yvaín y herido por dos lanzas: hubiera muerto y todos sus compañeros hubieran resultado vencidos, a no ser por el rey Yon que, al mando del segundo cuerpo del ejército, les socorrió lo antes que pudo con tanta gente como tenía. Mortalmente se golpean por ambas partes metiéndose las lanzas en los cuerpos; se derriban de los caballos, unos por un lado, otros por otro, de forma que en poco rato podríais ver toda la llanura cubierta de heridos y de muertos. Cuando los de Irlanda y los hombres del rey Yon se enfrentaron, podíais ver dar y recibir golpes, y caballeros cayendo a tierra. El rey Yon, que buscaba el mayor peligro, ha recorrido todo el campo hasta llegar a un lugar donde encontró a mi señor Yvaín, a pie, entre sus enemigos, y quería montar, pero no podía, pues los otros lo tenían muy de cerca; cuando el rey vio esto se lanza contra los que pretendían matar a mi señor Yvaín, dándoles grandes golpes allí donde los encuentra; los esparce y separa -quisieran o no- y les hace retroceder, de forma que mi señor Yvaín montó sobre un caballo que el mismo rey le dio.
Nada más montar, como quien tiene gran valor, mi señor Yvaín volvió al combate; el rey Yon le dice:
-Señor, cuidaos lo mejor que podáis, si no queréis morir.
Mi señor Yvaín le responde que nunca temió morir, sino hoy;
-y me admira cómo ha podido ser, pues jamás el miedo me hizo temer.
Entonces se meten en la batalla y vuelven a dar grandes golpes, con tal rapidez como si no hubieran hecho nada en el día; por su valor, los irlandeses son vencidos y huían, cuando un caballero irlandés, al galope con una cortante lanza en su mano, hiere al rey Yon con tal fuerza que la armadura no puede impedir que le meta en el cuerpo hierro y asta, de forma que una buena parte de la punta apareció por el otro lado; lo golpea bien, derribándolo a tierra tan herido que no necesita médico: al verlo mi señor Yvaín, exclama:
-¡Ay! ¡Dios, qué desgracia es que este valiente caballero haya muerto tan pronto! ¡Ay! Mesa Redonda, hoy bajará vuestra gran altura, pues me parece que se os despojará de vuestros criados que os han mantenido hasta ahora en el alto nombre en que estabais.
Tales palabras dijo mi señor Yvaín cuando vio al rey Yon yacer en el suelo; ataca al que lo había matado y lo golpea con tanta fuerza que lo parte hasta los dientes, derribándolo muerto. Dijo:
-Ya está muerto éste y, sin embargo, no ha sido restituida la vida de aquel valiente caballero.
Cuando los caballeros del rey Yon vieron a su señor muerto, se llaman desgraciados, infelices y por el llanto cesa la persecución; los que huían delante, al ver que se habían parado junto al cuerpo supieron que lloraban por alguien que fue insigne noble; pero no se asustaron, sino que volvieron al instante y atacaron a los que hacían el duelo, golpeándoles con tanta fuerza que mataron a una gran parte y los hubieran matado a todos a no ser por el tercer ejército, que los socorrió al ver que iban hacia un gran martirio. Cuando el rey Karadoc -que mandaba el tercer cuerpo- supo que el planto que hacían era por el rey Yon, a quien habían matado aquéllos, dijo a sus hombres:
-Señores, vayamos al combate; no sé qué será de mí. Si me matan, os ruego por Dios que no se note,
pues vuestros enemigos podrían ganar valor y atrevimiento con eso.
Así habló el rey Karadoc al entrar en el combate; y cuando estuvo entre sus enemigos, actuó tan bien que nadie que lo viera lo tendría por cobarde; por su valentía, volvieron la espalda los de Irlanda y se dieron a la fuga todos, como si no esperaran más que la muerte: mataron tantos de ellos los hombres del rey Karadoc, antes de que recibieran socorro, que podríais ver todo el lugar cubierto. Cuando los altos nobles de Escocia vieron en tan vil situación a sus compañeros, no lo pueden soportar: atacan a los hombres del rey Karadoc. Heliadés, que era señor de Escocia, porque había recibido el honor de Mordret, ataca al rey Karadoc, que estaba mejor montado que sus hombres, y con más riqueza. Éste no lo esquiva, pues era bastante valiente como para esperar al mejor caballero del mundo; se golpean con las lanzas atravesando los escudos y chocan con tal fuerza que, en medio del cuerpo, se meten las cortantes picas, de forma que los hierros aparecen por la otra parte; se derriban, atravesados, sin que uno pueda reírse del otro; pues los dos están heridos de muerte. A salvarlos se lanzan las dos partes, cada cual para ayudar al suyo y apresar al otro; los hombres del rey Karadoc se esfuerzan tanto que consiguen hacerse con Heliadés, pero se encontraron con que el alma se le había ido del cuerpo, porque había sido herido en medio del cuerpo con la lanza; desarman al rey Karadoc y le preguntan cómo está; les responde:
-Sólo os ruego que venguéis mi muerte, pues sé bien que no veré la hora de nona; por Dios, que no se os note, pues los nuestros podrían ser vencidos inmediatamente y, entonces, la pérdida sería mayor. Quitadme la cota de malla y llevadme sobre mi escudo hasta aquella cuesta; allí moriré más a gusto que aquí.
Lo hicieron como él les había ordenado; lo llevaron a la montaña muy entristecidos, pues amaban con gran amor a su señor; después de ponerlo bajo un árbol, les dijo:
-Volved al combate y dejadme aquí custodiado por cuatro escuderos; vengad mi muerte como podáis; si alguno de vosotros consigue salvarse, le suplico que lleve mi cuerpo a Camelot, a la iglesia en la que yace mi señor Galván.
Le contestan que lo harán de grado; le preguntan:
-Señor, ¿creéis que en esta batalla habrá tal destrucción como decís?
-Os aseguro, les responde, que desde que la cristiandad llegó al reino de Logres, no hubo batalla en la que murieran tantos valientes como morirán en ésta; es la última que habrá en tiempos del rey Arturo. Tras oír estas palabras, lo dejan y vuelven al combate; lucharon tan bien los hombres del rey Karadoc y los del rey Yon, que los escoceses, irlandeses y sajones fueron vencidos. Más de la mitad de los hombres de los tres cuerpos del rey Arturo yacían muertos en el suelo; con las hazañas que habían realizado consiguieron acabar con los seis cuerpos del ejército de Mordret e incluso se lanzaron contra los cuerpos salidos del reino de Gales; en estos dos cuerpos había muchos valientes, a los que les tardaba ya entrar en el combate y les pesaba haber estado descansando tanto tiempo; recibieron con firmeza a los hombres del rey Arturo, de forma que fueron pocos los que quedaron en las sillas, porque ellos no habían hecho nada en todo el día y los hombres del rey Arturo estaban cansados y fatigados de dar y recibir golpes. En este encuentro fue derribado mi señor Yvaín y estaba tan agotado que permaneció un buen rato desmayado; comenzó entonces la persecución de los hombres del rey Arturo; en la acometida pasaron más de quinientos caballeros sobre mi señor Yvaín, que le causaron tanto dolor que -si en aquel día no hubiera tenido daños mayores- habría tenido suficiente en aquella ocasión; ésta fue la cosa que más lo debilitó y que le quitó más fuerza y vigor. Así se dieron a la fuga los hombres del rey Arturo. Cuando el rey Carabentín de Cornualles vio que les tocaba la peor parte, dijo a sus hombres:
-¡Ahora!, ¡a ellos!, ¡los nuestros son vencidos!
Entonces ataca el cuarto cuerpo del rey Arturo: allí podíais oír cómo gritaban en su acometida las contraseñas de diversa gente, y podíais ver cómo caían los caballeros, derrumbándose, muertos los unos y heridos los otros; jamás visteis un encuentro más doloroso que aquél, pues se odiaban con odio mortal. Cuando se rompieron las lanzas, desenvainan las espadas y se dan grandes golpes, de forma que se parten los yelmos y hacen pedazos los escudos; se derriban de los caballos y cada cual procura la muerte a su compañero. No tardó mucho Mordret en enviar dos escuadrones para ayudar a sus gentes. Cuando el rey Aquisán -que mandaba el quinto ejército- los vio acercarse a la llanura dijo a los que con él estaban: -Vayamos hacia allá, de modo que podamos interceptar a los que ahora se han alejado de su gente; procurad no tropezar con nadie antes de dar con ellos; cuando hayáis llegado, atacadles, que sean sorprendidos.
Lo hicieron tal como les ordenó, pues esquivaron a todos cuantos les había mostrado y cayeron sobre el ejército que se había alejado de Mordret; al chocar las lanzas habríais oído tal estrépito que no se oiría a Dios tronante; en el encuentro, más de quinientos fueron al suelo y los de Mordret resultaron muy dañados al comienzo.
Así se entabló el combate en dos lugares, más cruel de lo que hubiera sido necesario.
Cuando los hombres de Aquisán habían quebrado sus lanzas, tomaron las espadas y atacaron a sus enemigos, golpeándoles donde pueden; se defendían muy bien y mataron a muchos. El rey Aquisán Iba buscando con la espada el tumulto; entonces, mira ante sí y ve a mi señor Yvaín, herido, que quería montar sobre un caballo, pero sus enemigos lo habían derribado dos o tres veces. Cuando el rey ve a mi señor Yvaín, galopa, tan deprisa como puede el caballo, hacia aquel lugar: allí había cuatro que querían matar a mi señor Yvaín; el rey, que va al galope, le da un tajo a uno, de forma que el yelmo no pudo impedir que le haga beber el acero con el cerebro; golpea a los demás, que se preguntan admirados de dónde viene tal valor. Realizó tales hazañas el rey Aquisán, que consiguió librar a mi señor Yvaín de todos los que le acometían; le dio un caballo y le hizo montar de nuevo; cuando ya cabalgaba, a pesar de estar cansado, volvió al combate y luchó tanto, con respecto a lo que había hecho antes, que todos se admiraron. Así batallaban antes de la hora de tercia todos los ejércitos, excepto los dos últimos, el del rey Arturo y el conducido por Mordret. El rey había mandado a un muchacho que se subiera a una colina para ver cuánta gente tenía Mordret en su ejército, que era el último; cuando el criado subió a la colina y vio lo que el rey le había encargado, volvió al rey y le dijo en secreto:
-Señor, en su ejército tiene fácilmente el doble de hombres que tenéis vos.
-Realmente, responde el rey, es un gran contratiempo. Que Dios nos ayude ahora, pues, si no, seremos muertos y vencidos.
Entonces echa de menos a su sobrino, mi señor Calvan, diciendo:
-¡Ay! Buen sobrino, ahora os necesito a vos y a Lanzarote, pues si Dios hubiera querido que los dos estuvierais armados junto a mí, sería para nosotros la victoria en este combate, con la ayuda de Dios y gracias a vuestro valor. Pero, sobrino bueno y dulce, ahora me tengo por loco porque no os hice caso cuando me decíais que llamara a Lanzarote en mi ayuda y socorro contra Mordret, pues estoy seguro que si lo hubiera llamado, hubiera acudido de grado y con gusto.
Así habló el rey Arturo, muy afligido, y el corazón le decía una parte de los males que le iban a venir a él y a su compañía. Estaba bien armado y con riqueza; se acercó a los de la Mesa Redonda, de los que habría alrededor de setenta y dos en su compañía.
-Señores, les dijo, este combate es el más cruel de cuantos he visto; por Dios, vosotros que sois hermanos y compañeros de la Mesa Redonda, manteneos juntos unos a otros, pues si lo hacéis así, no os podrán vencer fácilmente; por cada uno de nosotros, ellos son dos y diestros en el combate, por lo que son más temibles. -Señor, le responden, no os preocupéis; cabalgad tranquilo, pues ya está ahí Mordret que se dirige muy deprisa contra vos; no temáis, porque del mucho miedo no podría resultar ningún bien ni a nosotros ni a vos.
Entonces pusieron delante el estandarte del rey y cien caballeros o más custodiándolo. Mordret tomó cuatrocientos caballeros de los más valerosos de su compañía y les dijo:
-Id directamente a aquella colina, cuando lleguéis a ella, volved por aquel valle, tan en silencio como podáis; entonces dirigíos hacia el estandarte picando espuelas y con tal violencia que no quede nadie por derribar. Si lo podéis hacer así, os aseguro que los hombres del rey se sorprenderán tanto que no podrán resistir y se darán a la fuga, porque no sabrán dónde meterse.
Le contestan que lo harán con mucho gusto, pues así lo ordena.
Galopan entonces hacia donde ven el ejército del rey; se atacan con las lanzas bajadas: en el choque os parecería que toda la tierra iba a hundirse, pues el estrépito era tan grande con las caídas de los caballeros que se podía oír a dos leguas de distancia. El rey Arturo, que reconoció a Mordret, se dirige contra él y Mordret hace lo mismo: se golpean como valientes y esforzados que son. Mordret alcanza al rey primero, de forma que le atraviesa el escudo; pero la cota era fuerte y no pudo romperle ninguna malla; vuela la lanza en trozos al chocar y el rey no se mueve ni poco ni mucho. Por su parte, el rey, que era fuerte y resistente y que estaba acostumbrado a manejar la lanza, le hiere con tal fuerza que los derriba a él y a su caballo juntos; pero no le hizo más daño, pues Mordret estaba bien armado. Avanzan entonces los hombres del rey Arturo dispuestos a apresar a Mordret, pero podíais ver a dos mil, cubiertos de hierro, que lo defendían, y no había uno de ellos que no ponga su cuerpo en peligro de muerte por amor a Mordret; podíais haber visto dar y recibir muchos golpes junto a él y morir a numerosísimos caballeros; había un combate tan grande a su alrededor que en poco rato hubierais visto a más de cien yaciendo en el suelo, todos ellos muertos o heridos de muerte; y como la fuerza crecía a favor de Mordret, éste volvió a montar, a pesar de todos sus enemigos, pero antes, de mano del mismo rey, recibió tres golpes tales que cualquier otro caballero habría desfallecido por el menor de ellos; pero Mordret era buen caballero y valiente; ataca al rey Arturo para vengarse, pues le duele mucho que ante su gente lo haya derribado así. El rey no lo esquiva, sino que dirige hacia él la cabeza de su caballo: se dan grandes golpes con las cortantes espadas, de forma que se aturden tanto que apenas pueden mantenerse en la silla, y si no se hubieran sujetado al cuello de sus caballos, habrían caído al suelo; pero los caballos eran fuertes, los sacan de allí y los alejan al uno del otro más de un tiro de arco.
Vuelve a entablarse un combate grande y digno de admiración; Galegantín el galés, que era caballero valiente y esforzado, ataca a Mordret; Mordret, que estaba airado, le golpea con toda su fuerza, de manera que le hace volar la cabeza: fue una gran desgracia, pues había sido muy leal para con el rey Arturo. Cuando éste ve a Galegantín en el suelo, no le gusta y dice que si puede lo vengará; entonces vuelve a atacar a Mordret y, cuando iba a golpearle, un caballero de Northumberland le coge de través y, a descubierto, le alcanza en el costado izquierdo: pudo herirle muy gravemente, si la cota no fuera tan fuerte, pero resistió sin que se rompiera ninguna malla; sin embargo, le acomete bien, derribándolo bajo el vientre del caballo. Cuando mi señor Yvaín, que estaba cerca, vio este golpe, exclama:
-¡Ay!, Dios, ¡qué dolor hay aquí, pues un caballero tan bueno es derribado tan vilmente!
Entonces ataca al jinete de Northumberland y le alcanza con una lanza gruesa y corta, de manera que, a pesar de la armadura, le mete en el cuerpo el hierro y el asta; al caer, se rompe la lanza. Mi señor Yvaín se dirige a continuación al rey y lo monta de nuevo, frente a todos sus enemigos. Mordret, que se encoleriza tanto que por poco pierde el sentido al ver que el rey Arturo ha montado de nuevo, ataca a mi señor Yvaín, sujetando la espada con las dos manos; el golpe fue duro y vino desde arriba: hiende el yelmo de mi señor Yvaín y la cofia de hierro, hasta los dientes; lo derriba muerto: fue una dolorosa desgracia, pues en aquel entonces se tenía a mi señor Yvaín por uno de los buenos caballeros que había en el mundo y como el más valiente.
Cuando el rey Arturo vio este golpe exclamó:
- ¡Ay! Señor, ¿por qué permitís lo que estoy viendo, que el peor traidor del mundo ha matado a uno de los más valiosos caballeros del siglo?
Sagremor el Desmesurado le responde:
-Señor, ésos son los juegos de la fortuna; ahora podéis apreciar cómo os vende de caros los grandes bienes y los grandes honores que recibisteis hace tiempo, quitándoos a vuestros mejores amigos; ¡Dios quiera que no nos vaya peor!
Mientras hablaban de mi señor Yvaín oyeron por detrás un gran griterío, pues los cuatrocientos caballeros de Mordret comenzaron a gritar cuando ya estaban cerca del estandarte y los hombres del rey Arturo también. Al encontrarse todos podíais ver quebrar lanzas y caer caballeros, pero los hombres del rey Arturo, que eran valientes y fuertes, los recibieron bien, derribando más de cien a su llegada; por ambas partes se desenvainan las espadas y se golpean con todas las fuerzas, matándose unos a otros cuanto pueden. Los hombres del rey Arturo que guardaban el estandarte resistieron tan bien aquel ataque que de los cuatrocientos caballeros de Mordret no escaparon después del encuentro más de veinte sin morir o ser muertos, antes de la hora de nona; si entonces estuvierais en el campo de batalla, podríais ver todo el lugar repleto de muertos y con bastantes heridos; poco después de nona el combate estaba tan acabado que, de todos los que se encontraron en la llanura, que eran más de cien mil, no quedaban con vida más de trescientos; de los compañeros de la Mesa Redonda habían muerto todos menos cuatro, pues lucharon más al ver la gran necesidad que tenían; de los cuatro que quedaron con vida, uno era el rey Arturo, otro, Lucán el Copero, el tercero, Giflete y el cuarto era Sagremor el Desmesurado, que estaba tan herido en el cuerpo que apenas podía sostenerse en la silla. Reúnen a sus hombres y dicen que prefieren morir a que el otro se lleve la victoria; Mordret se lanza contra Sagremor y, a vistas del rey, le golpea con tal fuerza que hace que su cabeza vuele en medio del campo. Cuando el rey ve este golpe, exclama apesadumbrado:
-¡Ay! Dios, ¿por qué dejáis que pierda todo el valor terreno? Por este golpe veo que aquí tenemos que morir o Mordret o yo.
Toma una lanza gruesa y fuerte y, a todo el galope de su caballo, ataca a Mordret; éste, que se da cuenta de que el rey no desea otra cosa sino matarle, no le rehúye, antes bien, le dirige la cabeza de su caballo; el rey, que viene con toda su fuerza, le golpea con tal vigor que le rompe las mallas de la cota y le hunde en el cuerpo la punta de su lanza. Cuenta la historia que, al sacar la lanza, atravesó la herida un rayo de sol, de forma tan clara que lo vio Giflete y los de aquella tierra decían que había sido señal de la pena de Nuestro Señor. Cuando Mordret se ve herido, piensa que está herido de muerte; da un golpe sobre el yelmo del rey Arturo, a quien nada pudo impedir que sintiera la espada en la cabeza, e incluso, le hizo un corte en parte del cráneo; el rey Arturo se quedó aturdido por este golpe, cayéndose del caballo, y lo mismo le ocurrió a Mordret; están los dos tan heridos que nadie puede hacer que se levanten y yacen el uno al lado del otro.
Así mató el padre al hijo y el hijo hirió de muerte al padre. Cuando los hombres del rey Arturo lo vieron en el suelo, se afligen tanto que no hay corazón humano que pueda imaginar la pena que tienen. Dicen: - ¡Ay! Dios, ¿por qué permitís esta batalla?» Se lanzan entonces contra los hombres de Mordret y lo mismo hacen éstos y vuelve a empezar el estrépito de la muerte, hasta el punto de que, antes de vísperas, habían muerto todos, a excepción de Lucán el Copero y Giflete. Cuando los que habían quedado vieron el resultado de la batalla empezaron a llorar con amargura mientras decían:
-¡Ay! Dios, ¿hubo algún hombre mortal alguna vez que viera un dolor tan grande? ¡Ay! Batalla, ¡cuántos huérfanos y viudas habéis hecho en ésta y en otras tierras! ¡Ay! Día, ¿por qué amaneciste para causar tal pobreza al reino de Gran Bretaña, cuyos herederos eran famosos por el valor y ahora yacen aquí muertos y destruidos con enorme dolor? ¡Ay! Dios, ¿qué más nos podéis quitar? Vemos muertos aquí a todos nuestros amigos.
Después de lamentarse así un buen rato, se acercaron a donde yacía el rey Arturo y le preguntaron:
-Señor, ¿qué tal estáis?» Les responde:
-Ya no queda más que volver a montar y alejarnos de este lugar, pues veo que mi fin se acerca y no quiero acabar entre mis enemigos.
Con rapidez monta un caballo y se alejan del campo los tres y cabalgaron directos hacia el mar, hasta que llegaron a una capilla llamada la Capilla Negra; un ermitaño, que tenía su vivienda en un bosquecillo cercano, cantaba misa allí todos los días. Desmonta el rey y los otros hacen lo mismo, quitándoles a los caballos los frenos y las sillas; el rey entra, se arrodilla ante el altar y comienza sus oraciones, según las sabía; permanece así, sin moverse, hasta que amaneció, y no dejó de rezar y pedir misericordia a Nuestro Señor por sus hombres que habían muerto el día anterior; mientras hacía esta oración lloraba con tanta amargura que los que había con él se daban cuenta de que estaba muriéndose.
El rey Arturo pasó toda la noche en súplicas y oraciones; a la mañana siguiente, Lucán el Copero se
puso detrás del rey y vio que no se movía; entonces dijo llorando:
-¡Ay! Rey Arturo, ¡cómo lo siento por vos!
Cuando el rey oye estas palabras, se incorpora con dificultad, pues le pesaban las armas; toma a Lucán, que estaba desarmado, y lo abraza y aprieta, reventándole el corazón en el vientre, que no le dejó decir nada, y le separó el alma del cuerpo. Después de estar un buen rato así, lo deja, sin imaginar que está muerto; cuando Giflete lo mira y ve que no se movía, se da cuenta de que ha muerto y que el rey lo ha matado; comienza a lamentarse diciendo:
-¡Ay! Señor, ¡qué mal habéis hecho, pues habéis matado a Lucán!
Al oírlo, el rey se sobresalta y mira alrededor, viendo a su copero muerto en el suelo; aumenta
entonces su dolor y contesta a Giflete, con semblante de hombre entristecido:
-Giflete, Fortuna, que me ha sido madre hasta aquí, se me ha convertido en madrastra y me obliga a
pasar el resto de mi vida en medio del dolor, de la aflicción y de la tristeza.
Ordena entonces a Giflete que ponga los frenos y las sillas; y éste lo hace. El rey monta y cabalga hacia el mar hasta que llega allí a la hora de mediodía; se apea en la orilla, desciñe la espada y la desenvaina; después de contemplarla un buen rato, dice:
- ¡Ay! Excalibur, espada buena y rica, la mejor de este mundo después de la del Extraño Tahalí, ahora vas a perder a tu dueño; ¿dónde encontrarás un hombre por quien seas tan bien empleada como por mí, si no es en manos de Lanzarote? ¡Ay! Lanzarote, el más valioso del mundo y el mejor caballero, ¡ojalá quisiera Dios que vos la tuvieseis ahora y que yo lo supiera! Ciertamente, mi alma estaría más a gusto el resto de los días.
Entonces llama el rey a Giflete y le dice:
-Id a aquella colina, en la que encontraréis un lago; tirad mi espada dentro, pues no quiero que se quede en este reino para que no se apoderen de ella los malvados herederos que perviven.
-Señor, le responde, cumpliré vuestras órdenes, pero preferiría, si vos quisierais, que me la dierais.
-No lo haré, contesta el rey, pues por vos no sería bien empleada.
Entonces subió Giflete a la colina y cuando llegó al lago, desenvainó la espada y comenzó a contemplarla; le parece tan buena y tan hermosa que cree que sería una gran desgracia tirarla al lago, tal como el rey le había ordenado, pues se perdería; será mejor que eche la suya y que diga al rey que la ha tirado; se desciñe la espada y la tira al lago y deja la otra entre la hierba; vuelve junto al rey y le dice:
-Señor, he cumplido vuestra orden, pues he lanzado vuestra espada al lago. -¿Y qué has visto?, pregunta el rey.
-Señor, le responde, no vi nada que no fuera normal.
-¡Ay!, exclama el rey, me mientes; vuelve y tírala, pues aún no la has tirado.
Regresa al lago, desenvaina la espada, lamentándose con amargura sobre ella y diciendo que sería una gran desgracia si se perdiera así; decide entonces tirar la vaina y quedarse con la espada, pues la
podría necesitar él o algún otro; toma la vaina y la arroja al instante; después vuelve a tomar la espada y la coloca bajo un árbol; regresa junto al rey y dice:
-Señor, ya he cumplido vuestra orden.
-¿Qué has visto?, pregunta el rey.
-Señor, le responde, no vi nada que no debiera.
-¡Ay!, exclama el rey, aún no la has arrojado, ¿por qué me mientes? Ve, tírala y sabrás lo que va a suceder, pues no se va a perder sin grandes maravillas.
Cuando Giflete ve lo que tiene que hacer, vuelve a donde estaba la espada, la toma y la contempla con amargura, lamentándose:
-¡Buena y hermosa espada, es una gran pena para ti no caer en manos de algún hombre valeroso!
La lanza entonces al lago, a lo más profundo y lo más lejos que puede; y cuando se acercaba al agua, vio una mano que salía del lago y que apareció hasta el codo, pero no vio nada del cuerpo; la mano agarró la espada por el puño y la agitó tres o cuatro veces en alto.

1 de noviembre de 2011

Simbad el Marino





Simbad el Marino


Hace tiempo, un pobre hombre llamado Himbad vivía en la ciudad de Bagdad. Se mantenía con el duro trabajo de acarrear pesadas cargas al hombro.
Un día de gran calor, sintió que iba a desfallecer bajo el enorme peso que conducía. Para descansar de la carga que llevaba sobre sus espaldas, se sentó en la calle, junto a una casa muy grande y lujosa. Las ventanas del imponente edificio estaban abiertas de par en par. Por eso Himbad pudo sentir la fragancia de los más exquisitos alimentos, a la vez que llegaron a sus oídos las más bellas melodías que jamás había escuchado. No conocía esa parte de la ciudad; nunca había estado allí. Por eso sintió una gran curiosidad de saber a quién pertenecía ese lujoso palacio.
Vio entonces a un sirviente que se encontraba frente a la puerta. Se acercó y le preguntó quién era el dueño de esa casa. Aquél le contestó:
—Simbad el Marino, el viajero famoso.
El pobre hombre a menudo había oído hablar de Simbad el Marino, de sus maravillosas riquezas y de sus extrañas aventuras. Pero no sabía que Simbad era tan feliz como él era infeliz.
¡Qué diferencia entre este hombre y yo! —exclamó.
Mientras pensaba en su miseria, vino un sirviente a decirle que Simbad deseaba hablarle. Trató de Inventar una excusa; pero el sirviente, que ya había encomendado a otro que se ocupara de la carga de Hímbad, lo introdujo en el salón. A la cabecera de una mesa rodeada de gente, se encontraba Simbad. Era un hombre ya anciano, pero de rostro tan sonriente y de trato tan afable, que todo el mundo lo quería. Obligó al mandadero a comer algo de la fina comida que cubría totalmente la mesa, y después le preguntó cuál era su nombre y qué hacía.
—Mí nombre, señor —dijo el pobre hombre—, es Himbad, y solamente soy un mandadero.
—Bien, Himbad —dijo el antiguo viajero—, oí tus quejas y envié por ti para decirte que yo adquirí mis riquezas después de haber sufrido muchas incomodidades y de haber pasado muchos peligros difíciles de imaginar. Te diré que mis penalidades han sido tan grandes, que el temor de sufrirías bastaría para desanimar al más ambicioso cazador de riquezas. Te las contaré.
La promesa de esta historia fue muy bien recibida por la concurrencia.
Y, tras ordenar a un sirviente que llevará la carga de Himbad a su destino,
Simbad empezó su relato.


EL PRIMER VIAJE
Mi padre murió cuando yo era joven y me dejó una gran fortuna. No tenía a nadie que me vigilara, así es que empecé a gastar mi dinero sin ninguna medida. No sólo malgasté mi tiempo, sino que también dañé mi salud y casi perdí todo cuanto tenía. Cuando caí enfermo, los amigos de mis aventuras me abandonaron y tuve bastante tranquilidad para pensar en los malos hábitos de mi juventud. Una vez mejor, junté lo poco que me quedaba, compré algunas mercaderías y con ellas me embarqué en el puerto de Basora.
Durante el viaje tocamos tierra en varias islas, donde, con otros mercaderes que iban conmigo en el barco, vendimos o cambiamos nuestras cosas. Un día nos detuvimos junto a una isla pequeña. Como parecía un lugar agradable para desembarcar, decidimos comer en ella. Pero mientras reíamos y preparábamos nuestros alimentos, la isla empezó a moverse. Al mismo tiempo, la gente de abordo se puso a gritar. Entonces nos dimos cuenta de que estábamos sobre el lomo de una gigantesca ballena.
Algunos saltaron al bote y otros nadaron hacia el barco. Antes de que yo me alejara, el animal se sumergió en el océano. Sólo tuve oportunidad de cogerme de un trozo de madera que habíamos traído desde el velero para que nos sirviera de mesa. Sobre esta ancha viga fui arrastrado por la corriente, mientras los demás habían subido a bordo. Y, debido al estallido de una tormenta, el barco se alejó sin mí. Floté a la deriva esa noche y la siguiente. Al amanecer, una ola me lanzó a una diminuta isla.
Ahí tuve agua fresca y fruta; encontré una cueva, me acosté y dormí varias horas. Después miré hacia los alrededores buscando señales de gente, pero no vi a nadie. Sin embargo, había numerosos caballos pastando juntos; pero no había rastros de otros animales. Al llegar el crepúsculo, comí algo de fruta y subí a un árbol para dormir seguro.
A eso de la medianoche, un curioso sonido de trompetas y tambores atronó en la isla hasta el amanecer. Después pareció tan solitaria como antes. A la mañana siguiente, descubrí que la isla era muy pequeña y que no había más tierras a la vista. Entonces, me consideré perdido. Mis temores no fueron menos cuando me dirigí hacia la playa y vi que en ella abundaban serpientes de gran tamaño y otras alimañas. Sin embargo, pronto pude comprobar que eran tímidas y que cualquier ruido, incluso el más insignificante, las hacía sumergirse en el agua.
Cuando llegó la noche, volví a subir al árbol. Y, cómo en la anterior, se escuchó el sonido de tambores y trompetas. Pero la isla continuaba siendo solitaria. Sólo al tercer día tuve la alegría de ver a un grupo de hombres montados a caballo. Estos, al descabalgar, quedaron muy sorprendidos de
encontrarme allí. Les conté cómo había llegado, y ellos me informaron que eran caballerizos del Sultán Mihraj. También me dijeron que la isla pertenecía al genio Delial, quien la visitaba todas las noches trayendo sus instrumentos musicales. Y, por último, me contaron que el genio había dado permiso al Sultán para que amaestrara sus caballos en la isla. Ellos trabajaban en eso y cada seis meses elegían algunos caballos; con ese propósito se encontraban ahora en la isla.
Los caballerizos me condujeron ante el Sultán Mihraj y éste me dio hospedaje en su palacio. Como yo le contaba historias acerca de las costumbres y maneras de la gente de otras tierras, pareció muy complacido por mi presencia.
Un día vi a varios hombres cargando un barco en el puerto y noté que algunos de los bultos eran de los que yo había embarcado en Basora. Me dirigí al capitán del barco y le dije.
—Capitán, yo soy Simbad.
Siguió caminando.
—Ciertamente —dijo—, los pasajeros y yo vimos a Simbad tragado por las olas a muchas millas de aquí.
Sin embargo, varios otros se acercaron y me reconocieron. Entonces, con palabras de felicitación por mi regreso, el capitán me devolvió los bultos.
Hice un obsequio de cierta importancia al Sultán Mihraj, quien me dio un rico donativo en compensación. Compré algunas mercaderías más y fui a Basora. Al llegar al puerto vendí mi embarque y me encontré con una fortuna de miles de dinares. Por eso resolví vivir en la comodidad y esplendidez.

                                                             

EL SEGUNDO VIAJE
Pronto me cansé de esa pacífica existencia en Basora. Entonces, compré más mercaderías y me hice de nuevo a la mar con varios comerciantes. Después de haber tocado muchos puertos, desembarcamos un día en una isla solitaria, donde yo, que había comido y bebido bastante, me acosté y me quedé dormido.
Al despertar, me encontré con que mis amigos se habían marchado y el barco se había hecho a la vela. Al comienzo me sentí completamente abrumado y muy asustado; pero pronto empecé a conformarme y a perder el miedo.
Trepé a la copa de un árbol y, a la distancia, vi algo muy voluminoso y blanco. Bajé a tierra y corrí hacia ese objeto de extraña apariencia. Cuando estuve cerca de él, descubrí que era una gran bola de cerca de un metro y cuarto de circunferencia, suave como el marfil, pero sin ningún tipo de abertura. Era casi la hora de la puesta del sol, cuando repentinamente el cielo empezó a oscurecerse. Miré hacia arriba y vi un pájaro de gran tamaño, que avanzaba como una enorme nube hacia mí. Recordé que había oído hablar de un ave llamada Roc, tan inmensa que podría llevarse elefantes pequeños. Entonces me di cuenta de que ese enorme objeto que estaba mirando era un huevo de este pájaro.
A medida que él descendía, me estreché contra el huevo de manera que una de las extremidades de este animal alado quedó delante de mí. Su enorme pata era tan gruesa como el tronco de un árbol y me até firmemente a ella con la tela de mi turbante. Al amanecer, el pájaro se echó a volar y me sacó de la isla desierta. Tomó tanta altura que yo no podía ver la tierra y luego descendió tan velozmente que me desmayé. Cuando volví en mí, me encontré sobre suelo firme y con rapidez me desaté del paño que me sujetaba. Tan pronto como estuve libre, el ave, que había cogido una enorme serpiente, emprendió de nuevo el vuelo. Me encontré en un valle profundo, cuyos costados eran demasiado escarpados para escalarlos. A medida que andaba angustiado de acá para allá, advertí que el valle estaba sembrado de diamantes de gran tamaño y belleza. Pero pronto contemplé algo más que me causó temor: serpientes de tamaño gigantesco acechaban desde unos agujeros que había en todas partes.
Al llegar la noche, me guarecí en una cueva cuya entrada cerré con las mayores piedras que pude recoger. Pero el silbido de las serpientes me mantuvo despierto toda la noche. Cuando retornó el día, las serpientes se metieron en sus agujeros y yo, con gran temor, salí de mi cueva. Caminé y caminé alejándome de las serpientes hasta sentirme seguro, y me eché a dormir. Fui despertado por algo que cayó cerca de mi. Era un inmenso trozo de carne fresca y, poco después, vi muchos otros pedazos.
Tuve la certidumbre de que me encontraba en el Valle de los Diamantes, al cual los mercaderes arrojaban trozos de carne. Según ellos pensaban, las águilas acudirían a llevarse la carne en sus garras, de seguro con diamantes adheridos a ella. Me apresuré a recoger la mayor cantidad de diamantes que pude encontrar, los que introduje en una bolsa pequeña que amarré a mi cinturón.
Luego busqué el mayor pedazo de carne que había caído sobre el valle. Lo amarré a mi cintura con la tela de mi turbante y me tendí boca abajo, en espera de las águilas.
Muy pronto, una de las más vigorosas hizo presa de la carne a mis espaldas y voló conmigo a su nido en la cumbre de la montaña. Los comerciantes empezaron a gritar para asustar a las águilas y cuando consiguieron que las aves abandonaran su presa, uno de ellos vino al nido donde yo estaba. Al comienzo el hombre se asustó de verme ahí, pero, recobrándose, me preguntó por qué estaba en ese lugar. Pronto les conté a él y a los demás mi historia.
Quedaron muy sorprendidos de mi habilidad y valentía. Después abrí mi bolsa y les mostré su contenido. Me dijeron que jamás habían contemplado diamantes de tanto brillo y tanto tamaño como los míos.
Los mercaderes y yo juntamos el total de nuestros diamantes. A la mañana siguiente abandonamos el lugar y atravesamos las montañas hasta llegar a un puerto. Tomamos un barco y navegamos hacia la isla de Roha, donde vendí algunos de mis diamantes y compré otras mercaderías. Regresé a Basora y después vine a Bagdad, mi ciudad natal, en la que viví en la abundancia a causa de las grandes ganancias que obtuve.


 



EL TERCER VIAJE
Como todavía no me acostumbraba a vivir tranquilamente, pronto decidí hacer un tercer viaje. Provisto de un cargamento de las más valiosas mercaderías de Egipto, de nuevo tomé un barco en el puerto de Basora. Después de unas pocas semanas de navegación, nos sobrevino una espantosa tempestad. Por último, debimos echar el anda junto a una isla de la que el capitán trató de alejarse con prontitud. Nos dijo que esta y otras islas cercanas estaban habitadas por enanos salvajes y peludos, quienes de repente nos atacarían en gran número.
Muy pronto una inmensa cantidad de estos temibles salvajes, de cerca de sesenta centímetros de alto, subió a bordo. Su ataque fue inesperado. Derribaron nuestras velas, cortaron nuestros cables, remolcaron el barco a tierra y a todos nos obligaron a ir a la playa.
Fuimos hacia el centro de la isla y llegamos a un enorme edificio. Era un palacio majestuoso con una puerta de ébano, que empujamos y abrimos.
Empezamos a recorrer las grandes salas y habitaciones, y pronto descubrimos un cuarto donde había huesos humanos y restos de asados. Al instante apareció un negro horrible y alto como una palmera. Tenía un solo ojo, sus dientes eran largos y afilados, y sus uñas parecían las garras de un pájaro. A mí me tomó como si fuera un gatito, pero al encontrarse con que yo sólo era piel y huesos, me puso de nuevo en tierra. El capitán, por ser el más gordo del grupo, fue el primero en ser devorado. Cuando el monstruo terminó su comida, se tendió sobre un gran banco de piedra existente en la habitación, y se quedó dormido, roncando más sonoramente que un trueno. Así durmió hasta el amanecer, en que se marchó.
Entonces dije a mis amigos:
—No perdamos tiempo en quejas inútiles. Apresurémonos a buscar madera para hacer botes.
Encontramos algunas vigas en la playa y trabajamos firme para hacer los botes antes de que el gigante regresara. Por falta de herramientas, nos sorprendió el crepúsculo sin que nosotros hubiéramos terminado de fabricarlos. Mientras nos preparábamos para alejarnos de la playa, apareció el horrible gigante y nos condujo a su palacio como si fuésemos un rebaño de ovejas. Lo vimos comerse a otro de nuestros compañeros y luego tenderse a dormir. Nuestra situación desesperada nos infundió coraje. Nueve de nosotros nos levantamos sin hacer ruido y pusimos las puntas de los asadores al fuego hasta que enrojecieron. Después las introdujimos al mismo tiempo en el ojo del monstruo. Profirió un alarido espantoso y trató, en vano, de coger a alguno de nosotros. En seguida, abrió la puerta de ébano y abandonó el palacio.
No permanecimos mucho rato en nuestro encierro, sino que nos apresuramos a ir a la playa. Alistados los botes, sólo esperamos la luz del día para aparejarles las velas. Pero al romper el alba vimos a nuestro cruel enemigo que venía acompañado de dos gigantes de su mismo tamaño y seguido por muchos otros de la misma clase. Saltamos sobre nuestros botes y nos alejamos de la playa a fuerza de remos y ayudados por la marea. Los gigantes, viéndonos a punto de escapar, desprendieron grandes trozos de roca y, metiéndose en el agua hasta la altura de sus cinturas, las arrojaron en contra de nosotros con una fuerza increíble. Hundieron todos los botes, con excepción de uno, en el que yo me encontraba. Así, el total de mis amigos se ahogó, salvo dos. Remamos tan rápidamente como fuimos capaces, y nos pusimos fuera del alcance de los monstruos.
Permanecimos dos días en el mar y, por fin, encontramos una isla agradable en la cual desembarcamos. Después de comer algo de fruta, nos acostamos a dormir. Sin embargo, pronto fuimos despertados por el silbido de una serpiente, y uno de mis compañeros fue engullido de inmediato por la terrible criatura. Subí a un árbol tan velozmente como pude y alcancé las ramas más altas. Mi otro compañero me siguió, pero el terrible animal reptó por el árbol y lo cogió.
Entonces, la serpiente bajó y se escurrió a lo lejos. Esperé hasta el día siguiente antes de abandonar mi refugio. Al llegar el atardecer, amontoné palos, zarzas y espinas en unos hatillos que coloqué alrededor del árbol hasta donde empiezan las ramas. Después subí a las más altas. Por la noche la serpiente regresó otra vez, pero no pudo acercarse debidamente. Se arrastró en vano alrededor del vallado de zarza y espinas hasta el amanecer, instante en que se alejó.
Al otro día yo estaba en tal estado de afiebramiento que decidí arrojarme al mar. Pero en el momento en que me disponía a saltar, vi las velas de un barco a cierta distancia. Con el lienzo de mi turbante hice una especie de bandera blanca como señal, la que agité hasta que fui visto por la gente del barco. Me llevaron a bordo y ahí conté todo lo que me había sucedido.
El capitán fue muy amable y me dijo que tenía unos fardos de mercaderías que habían pertenecido a un comerciante al que, por casualidad, había dejado abandonado en la isla. Como este hombre ahora estaba muerto, quería vender las mercaderías y dar el dinero a los amigos del comerciante. El capitán agregó que yo podría tener la oportunidad de venderlas y así ganar un poco de dinero.
Descubrí que éste era el capitán con quien había navegado en mi segundo viaje.
Pronto le hice recordar que yo era realmente Simbad, a quien él creía perdido. Se alegró de ello y de inmediato dijo que las mercaderías eran mías. Continué mi viaje, vendí mis existencias, reuní una gran fortuna y retorné a Bagdad.


EL CUARTO VIAJE
Mi afición a viajar por países extraños pronto despertó nuevamente, pues me sentí aburrido de los placeres del hogar. Entonces puse todo en orden y me fui por tierra a Persia. Allí compré una gran cantidad de mercancías, cargué un barco y navegué de nuevo. El velero chocó contra una roca y el cargamento se perdió. Varios viajeros y yo fuimos llevados por la corriente hasta una isla habitada por negros salvajes. Estos nos condujeron a sus chozas y nos dieron yerbas para comer. Mis compañeros las aceptaron de inmediato, porque tenían hambre. Pero el malestar que yo sentía me impidió comer. Muy pronto observé que las yerbas hacían perder la razón a mis amigos. Luego nos ofrecieron arroz mezclado con aceite de cocos y mis amigos lo engulleron en gran cantidad. Todo esto los hizo sabrosos para el gusto de los negros, que fueron comiéndose uno tras otro a mis infelices amigos.
Pero yo estaba tan enfermo que ellos no pensaron en prepararme para ser comido. Me dejaron al cuidado de un viejo, de quien, por último, me escapé.
Tuve la precaución de tomar un rumbo diferente al que los negros utilizaban, y no me detuve hasta el anochecer; dormí un poco y luego continué mi viaje. Al cabo de siete días avisté la playa, donde encontré a cierto número de personas blancas que recogían pimienta. Me preguntaron, en lengua árabe, quién era y de dónde venía. Les conté la historia de mi naufragio y de mi escapada de los negros salvajes. Me trataron muy amablemente y me llevaron ante su Rey, que fue muy bueno conmigo.
Durante mi permanencia entre esa gente vi que cuando el Rey y sus nobles iban de caza, cabalgaban sin riendas y sin sillas de montar, de las cuales nunca habían oído hablar. Con la ayuda de algunos artesanos hice unas bridas y una montura, se las coloqué a uno de los caballos del Rey y le entregué el animal. Se puso tan contento, que subió inmediatamente y cabalgó casi todo el día por los alrededores. Los ministros de Estado y los nobles me pidieron que también les hiciera sillas y riendas para sus caballos. Me dieron tan costosos regalos por ellas, que pronto llegué a ser muy rico.
Por último, el Rey quiso que me casara y fuese un miembro de su nación. Por múltiples razones, yo no podía rehusar su petición. Entonces me asignó una de las damas de su Corte, la cual era joven, rica, hermosa y buena.
Vivimos con la mayor de las felicidades en un palacio perteneciente a mi esposa.
También había hecho amistad con un hombre muy digno de este lugar. Un día supe que su mujer había muerto y me apresuré a darle mi pésame por esa sensible pérdida. Nos quedamos a solas y parecía estar en la más profunda angustia. Después de que le hablé por un rato de lo inútil de su tristeza, me dijo que era ley del país que el marido debía ser enterrado vivo con la esposa muerta.
Por lo tanto, dentro de una hora debería morir. Temblé de miedo ante esa mortal costumbre.
En un momento, la mujer fue vestida con sus joyas y sus trajes más costosos, y colocada en un ataúd abierto. La marcha fúnebre comenzó y el marido caminó siguiendo el cuerpo de la muerta. El cortejo llegó a la cumbre de una alta montaña, donde la gente removió una gran piedra que cubría la boca de un pozo muy profundo. El féretro fue deslizado hacia abajo y el marido, después de despedirse de sus amigos, fue puesto dentro de otro ataúd abierto; en él había también un cántaro de agua y siete panes. En seguida, este segundo ataúd fue deslizado hasta el fondo del pozo. Volvieron a colocar la piedra en la boca de la cueva y todos retornaron a sus hogares.
El horror de esta escena aún estaba fresco en mi mente, cuando mi esposa cayó enferma y murió. El Rey y la Corte entera, a pesar de su cariño por mí, comenzaron a preparar el mismo tipo de funeral. Oculté mi sentimiento de horror hasta que llegamos a la cumbre de la montaña. Ahí me eché a los pies del Rey y le pedí me hiciera gracia de la vida. Todo lo que dije fue inútil y después de enterrada mi esposa también fui depositado en el pozo hondo, sin que nadie hiciera caso de mis gritos. Desperté el eco de la cueva con mis alaridos.
Viví algunos días con el pan y el agua que habían sido puestos en mi ataúd. Pero estas provisiones rápidamente se acabaron. Entonces, caminé hacia un extremo de esta horrorosa cueva y me tendí para morir. Así estaba, deseando solamente que la muerte viniera pronto, cuando de repente oí algo que caminaba y jadeaba mucho. Me levanté de golpe, la cosa jadeó aun más y luego huyó. La perseguí; a veces parecía detenerse, pero, al acercarme, de nuevo avanzaba delante de mi. La seguí hasta que, a lo lejos, vi una luz débil como una estrella.
Esto me hizo persistir en mi avance hasta que, por fin, encontré un agujero lo bastante ancho para permitirme escapar.
Me arrastré a través de la abertura y me encontré sobre la playa. Supe entonces que la criatura era un monstruo marino que tenía la costumbre de entrar a la cueva y alimentarse de los cadáveres. La montaña, según noté, corría muchos kilómetros entre la ciudad y el mar. Sus costados cubiertos me ponían a salvo de cualquier arma en manos de quienes me habían enterrado vivo.
Me puse de rodillas y agradecí a Dios por haberme librado de la muerte.
Después de comer algunos mariscos, regresé a la cueva y reuní todas las joyas que pude encontrar en la oscuridad. Las llevé a la playa, las puse dentro de unas bolsas y las amarré con las cuerdas con que se bajaban los ataúdes. Luego permanecí junto a la playa en espera de algún barco que pudiera pasar. Al cabo de un par de días un velero salió del puerto y pasó
cerca de ese lugar. Hice una señal y fui llevado a bordo. Me vi obligado a decir que había naufragado. Si hubieran conocido mi verdadera historia, yo habría sido enviado de vuelta, pues el capitán era un nativo del país. Tocamos tierra en varias islas, y en el puerto de Kela hallé un barco listo para zarpar hacia Basora.
Di algunas joyas al capitán que me condujo hasta Kela y navegué para arribar finalmente a Bagdad.



EL QUINTO VIAJE
Ya olvidado de los peligros de mis primeros viajes, construí un velero a mis expensas, lo cargué con ricas mercaderías y, llevando conmigo a otros comerciantes, me hice una vez más a la vela. Después de habernos extraviado a causa de una tormenta, desembarcamos en una isla desierta en busca de agua fresca. Ahí encontramos un huevo de pájaro Roc, igual en tamaño al que yo había visto antes. Los mercaderes y marinos se reunieron a su alrededor. Aunque les recomendé no tocarlo ni hacer nada con él, lo partieron con sus hachas; extrajeron el polluelo de Roc y lo asaron. Apenas habían terminado, vimos venir volando hacia nosotros dos grandes pájaros. Nos apresuramos a subir a bordo y nos pusimos a navegar. No habíamos avanzado mucho cuando vimos las dos enormes aves que nos seguían y que pronto estuvieron volando sobre la embarcación. Una dejó caer una gigantesca piedra al mar, muy junto al barco. La otra soltó una piedra similar, que dio medio a medio de la cubierta. La embarcación se hundió.
Me así a una viga librada del naufragio y, conducido por la corriente y la marea, llegué a una isla de orilla muy escarpada. Lo qué tierra seca y me refresqué con fruta fina y agua pura. Caminé un poco hacia el interior de la isla y vi a un débil anciano sentado cerca de la ribera. Al preguntarle cómo había llegado hasta ahí, sólo respondió pidiéndome, por medio de señales, que lo trasladara al otro lado del arroyo para poder comer algo de fruta. Lo tomé sobre mis hombros y atravesé. Pero, en vez de bajarse, apretó con tanta firmeza sus piernas alrededor de mi garganta que llegué a temer que me estrangulara.
Dolorido y asustado, me desmayé de repente. Al volver en mí, el anciano aún estaba en su primera posición. Me obligó a levantarme rápidamente y a caminar bajo los árboles, mientras él cogía fruta a su gusto. Esto duró un largo tiempo.
Un día, conduciéndolo por los contornos, arranqué una enorme calabaza, la limpié y exprimí dentro de ella el jugo de algunas uvas. La llené y lo dejé fermentar por varios días, hasta que, a la larga, el jugo se transformó en un vino excelente. Bebí de él y por unos momentos olvidé mis sufrimientos y empecé a cantar animadamente. El anciano me hizo darle la calabaza y, al gustar el sabor del vino, tomó hasta emborracharse, cayó de mis hombros y murió al fondo de un precipicio.
Me apresuré a marchar hacia la playa y pronto me encontré con la tripulación de un barco. Me dijeron que había estado en poder del Viejo del Mar y que era el primer individuo que lograba escapar de sus manos. Navegué con ellos, y cuando desembarcamos, el capitán me presentó a ciertas personas cuyo trabajo era reunir cocos. Todos cogíamos piedras y las lanzábamos contra los monos situados en las copas de los cocoteros. Estos animales nos respondían arrojándonos infinidad de cocos.
Una vez obtenida una cantidad que podíamos llevar con nosotros, regresábamos a la ciudad. Pronto tuve una buena suma de dinero, derivada de la venta de los cocos que había juntado y, por último, navegué hacia mi tierra natal.

EL SEXTO VIAJE
Al cabo de un año, estuve preparado para el sexto viaje. Este resultó muy largo y lleno de peligros, pues el piloto perdió el rumbo y no supo hacia dónde conducir el barco. Por fin nos dijo que, seguramente, nos haríamos pedazos contra unas rocas cercanas, hacia las cuales íbamos con rapidez. En unos pocos instantes, el velero había naufragado. Salvamos nuestras vidas, algunos alimentos y nuestras mercaderías.
—Ahora —dijo el capitán—, cada hombre puede cavar su propia tumba.
La playa a la que habíamos sido lanzados estaba al pie de una montaña imposible de escalar. Así las cosas, muy en breve vi a mis compañeros morir uno tras otro. En la roca había una cueva de temible aspecto en la que penetraba un río. Yo ya había perdido toda esperanza así es que decidí intentar salvarme a través de ese río. Me puse a trabajar e hice una balsa. La cargué con fardos de ricas telas y grandes trozos de cristal de roca, de los cuales la montaña estaba formada en su mayor parte. Subí a bordo de la balsa y me arrastró la corriente.
Luego desapareció todo vestigio de luz, durante muchos días me deslicé en la oscuridad y, por último, me quedé totalmente dormido.
Cuando desperté, me encontré en un país encantador. Mi balsa estaba atada a la orilla y algunos negros me dijeron que me habían encontrado flotando en el río que regaba sus tierras. Me alimentaron y después me preguntaron cómo había llegado hasta ahí. Me condujeron, juntamente con mis mercaderías, a presencia de su Rey.
Una vez que estuvimos en la ciudad de Senderib, narré mi historia al Rey y éste dio órdenes de escribirla en letras de oro. Obsequié al soberano algunos de los trozos más bellos de cristal de roca y le rogué que me permitiera retornar a mi país, lo que consintió de inmediato. Más aún, me entregó una carta y algunos regalos dirigidos a mi propio príncipe, el califa Harún ar-Rashid. Estos eran un rubí convertido en una copa y cubierto de perlas; la piel de una serpiente que parecía de oro puro y podía curar todas las enfermedades; madera de áloe y alcanfor; y, además, una esclava de admirable belleza. Regresé a mi país, entregué los regalos al califa y éste me dio las gracias y una recompensa.

EL SÉPTIMO y ÚLTIMO VIAJE
Un día, el califa Harún ar-Rashid envió por mí y me dijo que debía llevar un obsequio al rey de Senderib. A causa de mi edad y de los riesgos antes pasados, traté de rehuir el encargo del califa. Le resumí los graves peligros de mis otros viajes, pero no pude persuadirlo de que me dejara permanecer en mi hogar.
En suma, arribé a Senderib y solicité ver inmediatamente al Rey. Fui conducido al palacio con mucho respeto y puse en manos del monarca la carta y el obsequio del califa. Este consistía en ciertas obras de arte de gran belleza y extraordinariamente valiosas. El Rey, muy complacido por este regalo, expresó su agrado y también se refirió extensamente a lo mucho que estimaba mis servicios. Cuando me despedí, me dio algunos ricos regalos.
A poco de hacernos a la mar, el barco fue atacado por unos piratas, quienes se apoderaron del velero y se alejaron, llevándonos a nosotros como esclavos.
Fui vendido a un mercader que, descubriendo que manejaba con cierta habilidad el arco y la flecha, me hizo subir tras de sí en un elefante y me llevó a una Inmensa foresta del país. Mi amo deseaba que yo me subiera a un árbol muy alto y allí esperara el paso de alguna manada de elefantes. Entonces debía dispararles flechas a cuantos pudiera y, si uno de ellos caía, debería correr a la ciudad y avisar al comerciante. Después de estas instrucciones, me entregó una bolsa con alimentos y me dejó solo. En la mañana del segundo día, avisté un gran número de elefantes y herí a uno de ellos mientras los demás huían. Regresé corriendo a la ciudad y di cuenta a mi amo.
Quedó muy contento de mí y me alabó durante un buen rato. Regresamos al bosque y cavamos un hoyo en el cual el elefante debía permanecer hasta el momento de matarlo y, principalmente, de extraerle los colmillos.
Desempeñé ese mismo trabajo, con el arco y la flecha, por casi dos meses. En verdad, cada día que pasaba yo daba muerte a un elefante. Pero, una mañana, todos estos vinieron hacia el árbol sobre el que me encontraba y lo sacudieron horriblemente. Uno de ellos rodeó el tronco con su trompa y lo arrancó de raíz. Caí junto al árbol y el animal me puso encima de su lomo.
Luego, a la cabeza de la manada, me llevó a un sitio donde me depositó nuevamente en tierra y, en seguida, todos se marcharon.
Me di cuenta de que me encontraba en una amplia y enorme colina, enteramente cubierta de huesos y colmillos de elefantes. Era su cementerio. Una vez más regresé a la ciudad a dar la noticia a mi amo, que pensaba que yo había perecido, porque había visto el árbol derribado, mi arco y mis flechas. Le conté lo que en realidad había sucedido y lo conduje a la colina del cementerio.
Cargamos el elefante que nos transportaba con todos los colmillos que nos fue posible, y tuvimos tantos como un hombre puede recolectar en su vida entera. El comerciante dijo que no sólo él sino que toda la ciudad me debía mucho. Por esto, debería regresar a mi país con bastante riqueza para tener una vida feliz. Mi amo cargó un barco con ébano y los otros comerciantes me hicieron costosísimos regalos.
Llegué a Basora y desembarqué mi marfil, que valía todavía mucho más dinero de lo que yo había pensado. Inicié un viaje por tierra con varios mercaderes hasta Bagdad, donde fui a ver al califa y le informé de cómo había cumplido sus órdenes. Quedó tan sorprendido de mi historia de los elefantes, que mandó escribirla en letras de oro y ponerla en su palacio.
—Ahora que he terminado de contarte mis viajes —dijo Simbad—, yo te preguntaré, ¿no es justo que, a su término, yo pueda gozar de una vida quieta y pacífica?
Himbad besó la mano del antiguo viajero y dijo:
—Yo pienso, señor, que mereces todas las riquezas y comodidades de que gozas. ¡Ojalá puedan durarte por una larga vida!
Simbad le dio ricos presentes, le recomendó que abandonara su trabajo de mandadero y le ordenó que todos los días viniera a comer con él.

LAS MIL Y UNA NOCHES




SIMBAD EL MARINO

¿Qué oficio realiza al comienzo del relato el joven Simbad?


Primer viaje
¿Qué era, en realidad, la isla en que desembarcaron los mercaderes y el viejo Simbad?


Segundo viaje
¿Cómo logró salir de la primera isla Simbad?
¿Cómo conseguían sacar los mercaderes diamantes del valle? ¿Qué aterroriza a Simbad en el valle y cómo consiguió salir de allí?


Tercer viaje
¿A dónde condujeron los enanos al viejo Simbad y su compañeros? ¿A qué otro relato recuerda este episodio? ¿Qué otro peligro lo amenaza en este viaje y cómo consigue eludirlo?


Cuarto viaje
¿De qué peligro escapa en la isla de los antropófagos? ¿Por qué el rey se muestra tan agradecido con Simbad? ¿Qué desgracia trae aparejado el matrimonio con la hija del rey?


Quinto viaje
¿Cómo logra liberarse del Viejo del Mar?


Sexto viaje
¿Qué lugares conoce Simbad en este viaje?


Séptimo viaje
¿Por qué este viaje, a diferencia de los anteriores, no es voluntario? ¿Cómo consigue enriquecerse Simbad en su último viaje?

 
¿Qué le pide Simbad, finalmente, al joven que ha escuchado sus aventuras?
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