En esta novela Dickens proyecta sus más profundas experiencias personales. A través del paso de su protagonista desde la infancia hasta la madurez, el autor muestra su fascinación por el mundo infantil y juvenil, muy presente en su narrativa. La historia de David está llena de múltiples episodios, en los que cabe tanto lo sentimental cono la descripción de algunos periodos difíciles por los que pasa.
Huérfano, queda al cargo de su padrastro y una hermana de éste, quienes pronto lo llevan a un internado. Allí lo reciben haciéndole llevar un cartel en la espalda: “¡Cuidado con él! ¡Muerde!” Sufre aún mayor crueldad que en casa.
CAPÍTULO VII
MI PRIMER SEMESTRE EN SALEM HOUSE
Las clases empezaron en serio al día siguiente. Recuerdo cómo me impresionó el ruido de las voces en la sala de estudio, trocada de pronto en un silencio de muerte cuando míster Creakle entró, después del desayuno, y desde la puerta nos miró a todos como el gigante de los cuentos de hadas contempla a sus cautivos.
Tungay entró con él, y a mí me pareció que no había motivo para gritar de aquel modo: «¡Silencio!», pues estábamos todos petrificados, mudos é inmóviles. -Se le vio a míster Creakle mover los labios y se oyó a Tungay.
-Muchachos: empezamos el curso; cuidado con lo que se hace, y tomad con afán vuestros estudios, os lo aconsejo, porque yo también vengo decidido a tomar con afán los castigos. Y no tendré piedad. Y os prometo que por mucho que os restreguéis después no lograréis quitaros las huellas de mis golpes. Ahora ¡al trabajo todos!
Cuando terminó este terrible exordio y Tungay se marchó, mister Creakle se acercó a mi pupitre y me dijo que si yo era célebre por morder, también él era una especialidad en aquel arte. Y enseñándome su bastón, me preguntó qué me parecía aquel diente. ¿Era bastante duro? ¿Era fuerte? ¿Tenía las puntas afiladas? ¿Mordía bien? ¿Mordía? Y a cada pregunta me daba tal palo, que me hacía retorcerme. Aquella fue mi confirmación en Salem House, según decía Steerforth; había sido confirmado pronto; igual de pronto estuve deshecho en lágrimas.
Y no vaya a creerse que aquellas demostraciones de atención las recibía yo solo. Al contrario, casi todos los niños (sobre todo los que eran pequeños) se veían favorecidos con igual suerte cada vez que míster Creakle recorría la clase. La mitad del colegio ya estaba retorciéndose antes de que empezasen las tareas del día, y ¡cuántos se retorcían y gritaban antes de que el trabajo del día terminase! Realmente lo recuerdo asustado; pero si contara mas detalles, no querrían creerme.
Pienso que no he visto en mi vida un hombre a quien gustase más su oficio que mister Creakle. Se veía que gozaba pegándonos, como si satisficiera un apetito imperioso. Estoy convencido de que no podía resistir el deseo de azotarnos; sobre todo los que éramos gorditos ejercíamos una especie de fascinación sobre él, que no le dejaba descansar hasta que nos marcaba para todo el día. Yo era gordito entonces, y lo he experimentado. Estoy seguro de que ahora, cuando pienso en aquel hombre, la sangre hierve en mis venas con la misma desinteresada indignación que sentiría si hubiera visto sus cosas sin haberlas sufrido, y me indigna porque estoy convencido de que era un malvado sin ningún derecho a cuidar del tesoro que se le confiaba, menos derecho que a see gran mariscal o general en jefe... Es más, quizá en cualquiera de esos otros dos casos habría hecho infinitamente menos daño.
Miserables, pequeñas víctimas de un ídolo sin piedad, ¡qué abyectos éramos! ¡Qué comienzo en la vida (pienso ahora) el aprender a arrastrarse de aquel modo ante un hombre así!
Todavía me parece estar sentado en mi pupitre y espiando sus ojos, observándolos humildemente, mientras él raya el cuaderno de otra de sus víctimas a quien acaba de cruzar las manos con la regla y que trata de aliviar sus heridas envolviéndoselas en el pañuelo. Tengo mucho que hacer, y si observo sus ojos no es por holgazanería: es una especie de atracción morbosa, un deseo imperioso de saber qué va a hacer, y si me tocará el turno de sufrir o le tocará a otro. Delante de mí hay una fila de los más pequeños, que también está pendiente de sus ojos con el mismo interés. Yo creo que él lo sabe; pero finge no verlo, y gesticula de un modo terrorífico mientras raya el cuaderno; después nos mira de soslayo, y todos nos inclinamos temblorosos sobre los libros; pero al momento volvemos a fijar los ojos en él. Un desgraciado, culpable de haber hecho mal un ejercicio, se acerca a su llamada, balbuciendo excusas y propósitos de hacerlo bien mañana. Míster Creakle hace un chiste cuando le va a pegar. Todos se lo reírnos, ¡miserables perrillos!, se lo reímos, con los rostros más blancos que la muerte y el corazón encogido de miedo.
Todavía me veo sentado en el pupitre en una calurosa tarde de verano. Un rumor sordo me rodea, como si los chicos fueran moscones. Tengo una desagradable sensación de lo que hemos comido (comimos hace una hora o dos) y me siento la cabeza pesada, como si fuera de plomo. Daría el mundo entero por poderme dormir. Tengo los ojos fijos en míster Creakle y abiertos como los de una lechuza. Cuando el sueño me vence demasiado, sigo viéndole a través de una bruma, siempre rayando los cuadernos... hasta que suavemente llega detrás de mí y me hace tener una percepción más clara de su existencia dándome un bastonazo en la espalda.
Estamos en el patio de recreo, y yo sigo con los ojos fascinados por él, aunque no puedo verle. Allí está la ventana de la habitación donde debe de estar comiendo. Sé que está allí y miro a la ventana. Si pasa por ella su sombra, al instante mi cara adopta una expresión sumisa y resignada. ¡Y si nos mira a través del cristal, hasta los más traviesos (exceptuando Steerforth), se interrumpen en medio de sus gritos para tomar una actitud contemplativa! Un día, Traddles (el chico más desgraciado del colegio) rompióaccidentalmente el cristal con su pelota. Aún hoy me estremezco al recordar la tremenda impresión del momento, cuando pensábamos que la pelota habría rebotado en la sagrada cabeza de míster Creakle.
¡Pobre Traddles! Con su traje azul celeste, que le estaba pequeño y hacía que sus brazos y piernas parecieran salchichas alemanas, era el más alegre y el más desgraciado del colegio. Ni un día dejaban de pegarle, creo que ni un solo día, exceptuando un lunes, que fue fiesta, y nada más le dio con la regla en las manos. Siempre estaba diciendo que iba a escribir a su tío quejándose de ello; pero nunca lo hacía. Cuando le habían pegado tenía la costumbre de inclinar la cabeza encima del pupitre durante unos minutos; después se enderezaba alegre y empezaba a reírse, cubriendo la pizarra de esqueletos antes de que sus ojos estuvieran secos. Al principio me extrañaba bastante el consuelo que encontraba dibujando esqueletos, y durante cierto tiempo le consideré como una especie de asceta que trataba de recordar por me dio de aquel símbolo de mortalidad lo limitado de todas las cosas, consolándole el pensar que tampoco los palos podían durar siempre. Después supe que si lo hacía así era por ser más fácil, pues no tenía que ponerlos cara.
Charles Dickens, David Copperfield, pp. 57 – 59.
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