—Todos los vigías me habéis oído ya dar órdenes sobre una ballena blanca. ¡Mirad! ¿veis esta onza de oro española? —elevando al sol una ancha y brillante moneda—, es una pieza de dieciséis dólares, hombres. ¿La veis? Señor Starbuck, alcánceme esa mandarria.Mientras el oficial le daba el martillo, Ahab, sin hablar, restregaba lentamente la moneda de oro contra los faldones de la levita, como para aumentar su brillo, y, sin usar palabras, mientras tanto murmuraba por lo bajo para sí mismo, produciendo un sonido tan extrañamente ahogado e inarticulado que parecía el zumbido mecánico de las ruedas de su vitalidad dentro de él.
Al recibir de Starbuck la mandarria, avanzó hacia el palo mayor con el martillo alzado en una mano, exhibiendo el oro en la otra, y exclamando con voz aguda: —¡Quienquiera de vosotros que me señale una ballena de cabeza blanca de frente arrugada y mandíbula torcida; quienquiera de vosotros que me señale esa ballena de cabeza blanca, con tres agujeros perforados en la aleta de cola, a estribor; mirad, quienquiera de vosotros que me señale esa misma ballena blanca, obtendrá esta onza de oro, muchachos!
—¡Hurra, hurra! —gritaron los marineros, mientras, agitando los gorros encerados, saludaban el acto de clavar el oro al mástil.
—Es una ballena blanca, digo —continuó Ahab, dejando caer la mandarria—: una ballena blanca. Despellejaos los ojos buscándola, hombres; mirad bien si hay algo blanco en el agua, en cuanto veáis una burbuja, gritad.
Durante todo este tiempo, Tashtego, Daggoo y Queequeg se habían quedado mirando con interés y sorpresa más atentos que los demás, y al oír mencionar la frente arrugada y la mandíbula torcida, se sobresaltaron como si cada uno de ellos, por separado, hubiera sido tocado por algún recuerdo concreto.
—Capitán Ahab —dijo Tashtego—, esa ballena blanca debe ser la misma que algunos llaman Moby Dick.
—¿Moby Dick? —gritó Ahab—. Entonces, ¿conoces a la ballena blanca, Tash?
—¿Abanica con la cola de un modo curioso, capitán, antes de zambullirse, capitán? —dijo reflexivamente el indio Gay-Head.
—¿Y tiene también un curioso chorro —dijo Daggoo—, con mucha copa, hasta para un cachalote, y muy vivo, capitán Ahab?
—¿Y tiene uno, dos, tres..., ¡ah!, muchos hierros en la piel, capitán —gritó Queequeg, entrecortadamente—, todos retorcidos, como eso... —y vacilando en busca de una palabra, retorcía la mano dando vueltas como si descorchara una botella—, como eso...?
—¡Sacacorchos! —gritó Ahab—, sí, Queequeg, tiene encima los arpones torcidos y arrancados; sí, Daggoo, tiene un chorro muy grande, como toda una gavilla de trigo, y blanco como un montón de nuestra lana de Nantucket después del gran esquileo anual; sí, Tashtego, y abanica con la cola como un foque roto en una galerna.
—¡Demonios y muerte!, hombres, es Moby Dick la que habéis visto; ¡Moby Dick, Moby Dick!
—Capitán Ahab —dijo Starbuck, que, con Stubb y Flask, había mirado hasta entonces a su superior con sorpresa creciente, pero al que por fin pareció que se le ocurría una idea que de
algún modo explicaba todo el prodigio—. Capitán Ahab, he oído hablar de Moby Dick, pero ¿no fue Moby Dick la que le arrancó la pierna?
—¿Quién te lo ha dicho? —gritó Ahab, y luego, tras una pausa—: Sí, Starbuck; sí, queridos míos que me rodeáis; fue Moby Dick quien me desarboló; fue Moby Dick quien me puso en este muñón muerto en que ahora estoy. Sí, sí —gritó con un terrible sollozo, ruidoso y animal, como el de un alce herido en el corazón—: ¡Sí, sí!, ¡fue esa maldita ballena blanca la que me arrasó, la que me dejó hecho un pobre inútil amarrado para siempre jamás! —Luego, agitando los brazos, gritó con desmedidas imprecaciones—: ¡Sí, sí, y yo la perseguiré al otro lado del cabo de Buena Esperanza, y del cabo de Hornos, y del Maelstrom noruego, y de las llamas de la condenación, antes de dejarla escapar! Y para esto os habéis embarcado, hombres, para perseguir a esa ballena blanca por los dos lados de la costa, y por todos los lados de la tierra, hasta que eche un chorro de sangre negra y estire la aleta. ¿Qué decís, hombres, juntaréis las manos en esto? Creo que parecéis valientes.
—¡Sí, sí! —gritaron los arponeros y marineros, acercándose a la carrera al excitado anciano—: ¡Ojo atento a la ballena blanca; un arpón afilado para Moby Dick!
—Dios os bendiga —pareció medio sollozar y medio gritar—, Dios os bendiga, marineros.
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